De Gila al caganer

Cuando algo sale mal, buscamos culpables.

Aquello de Gila de que “alguien ha matado a alguien” tiene su gracia porque rompe lo que esperamos saber: quién es el asesino.

Parafraseando a Gila podríamos decir que, en el asunto de Cataluña, alguien ha elevado a categoría cósmica el caganer, esa entrañable e idiosincrática aportación de Cataluña a la cultura universal. Lo que varía es a quién se le endilga la responsabilidad. Repasemos algunos candidatos.

Quienes llevan años machacando con el Espanya ens roba, ahora sólo tienen que añadir que Espanya ens roba i ens mata. Fácil: España, el Estado español, es el culpable. El estado central ha ninguneado las legítimas aspiraciones que el pueblo catalán, guiado por sus líderes democráticamente elegidos, ha expresado en unas votaciones de cuya limpieza y transparencia sólo dudan los medios de comunicación españoles (es decir, enemigos).

El enemigo exterior siempre es muy socorrido, pero no faltan partidarios del enemigo interior. Así, hay quien opina que los líderes (políticos elegidos democráticamente) han llevado al pueblo hasta esta situación insostenible: ¿no sabían que las empresas se irían?, ¿no sabían que hay una Constitución? Eran ignorantes; ¿lo sabían? Eran unos fanáticos y unos mentirosos. Y se han largado. En suma, los políticos son el caganer.

Aún dentro de la versión del enemigo interior, pudiera ser que los líderes sí que supieran lo que se hacían, sí fuesen conscientes del sufrimiento que se iba a producir. Pero que confiasen en que el pueblo catalán, el mismo que les había votado encomendándoles la gloriosa tarea de construir la nueva e imperial Catalunya, ese poble, digo, sería capaz de sobrellevar los esfuerzos de, pongamos, una huelga general, un incremento del paro, una huida de empresas, un descenso del turismo, una pérdida de la Agencia Europea de Medicamento: minucias comparadas con la gloria venidera. Pero no. El poble catalá ha dicho una vez más que la pela es la pela. Todo el mundo sabe que il sangue del soldato fa grande il capitano, la sangre del soldado hace grande al capitán, y el decepcionante pueblo catalán no ha estado suficientemente comprometido con la causa. El poble es el caganer. Los líderes, humillados y ofendidos por la falta de compromís, no han tenido más remedio que hacer de capitán Araña y emigrar, los pobres.

Tenemos, sintetizando, tres candidatos a caganer: el pueblo, que está por la fiesta y las barricadas, pero no está dispuesto a llegar hasta el martirio por la causa; los líderes, que están por dar el do de pecho como en La liberté guidant le peuple de Delacroix pero sólo si los cadáveres les hacen de peana: nada de jueces, cárceles y fianzas; y, finalmente, el Estado español que con su brutal despliegue de fuerzas de ocupación, ha oprimido a líderes y pueblo.

Apurando el argumento de modo que voy preparando ya mi candidato, podríamos decir que, en realidad, ha sido la intervención del Estado la que ha obligado a los catalanes (líderes o pueblo) a bajarse el calzón y ponerse en modo caganer.

Coincido en un aspecto: la clave es la intervención del Estado. Pero no del modo en que se ha dicho.

No faltan gentes pacíficas, enemigos de follones que dicen: “Si quieren irse, que se vayan”. Y yo, que soy muy del laissez faire, estoy casi por darles la razón. Pero me da que, en este caso, la cuestión es otra.

Es sabido que cuando un matón requisa bocadillos o reparte pescozones a cascoporro, o se le paran los pies o va a más. En manos de los sabedores de acoso está el denunciar. Pero parar el matonismo, evitar el acoso y derribo del débil, es tarea de la autoridad (profesor, escuela, policía). Si la autoridad no actúa, la denuncia es incluso contraproducente y sólo cabe el exilio, el sometimiento o el rufianesco síndrome de Estocolmo.

Los catalanes llevan décadas sufriendo el matonismo de los nacionalistas. En la escuela, los medios de comunicación y en la iglesia, como mandan los cánones de Gramsci. Y eso lo supo Felipe González (cuya Logse del 1990 ha permitido que, desde entonces, el adoctrinamiento haya ganado terreno en las aulas al tiempo que, de facto, se ha impedido el aprendizaje del español en las escuelas catalanas). Y lo supo Aznar (que hablaba catalán en la intimidad y ni paró los desmanes de la Logse ni se enteró de los asuntos del 3% de su socio Pujol). Si Zapatero además de que España era un concepto discutido y discutible supo algo más, quizá fue esto. Y de Rajoy, ¿qué decir? A un gallego le ha tocado tomar la decisión enérgica que no ha tomado ninguno de sus predecesores. La ha tomado a la gallega, consiguiendo cabrear a todos por igual: a los matones por querer poner orden cuando ya se habían hecho los dueños de la masía; a los catalanes que quieren seguir siendo españoles, por tomarla tan tarde. Y al resto de los españoles porque se ha hecho evidente que el Estado, que sufragamos hasta cuando revendemos una sudadera en Wallapop, no ejerce. El Estado no ha estado en Cataluña desde hace décadas.

¿No sabía el Estado, de González a Rajoy, que en Cataluña se adoctrinaba, que a los españoles residentes en Cataluña se les impedía recibir enseñanza en español? ¿No sabía de las directrices que instaban a los maestros a no dejar ir al baño a los alumnos que no lo pidieran en catalán? ¿No sabía el Estado que un ciudadano catalán puede rotular su negocio como Marypeppins snack bar pero si lo llama Bar Manolo. Tapas variadas recibe una multa de la Generalitat? ¿No era misión del Estado español defender a los españoles residentes en Cataluña frente a ese matonismo de los nacionalistas? No se ha hecho, el matón se ha venido arriba y Manolo ha tenido que cerrar el bar, reconvertirse y enseñar a su hijo a pedir ir al baño en catalán, para evitar que el niño tenga que hacer de caganer en cualquier acera.

Un Estado así es un peligro. Porque cederá. Volverá a ceder (en el pacto educativo, seguro). Y da igual que hablemos de Cataluña, de reforma de la Constitución, de cupos, de terrorismo, de familia, de LGTB o de inmigración. Cederá. No defenderá a sus ciudadanos.

Sobre este análisis entiendo dos movimientos. Unos, espabilados, aprovechan la debilidad del Estado para obtener privilegios. Y otros, hastiados del sistema, reclaman un Estado firme. No más leyes, sino un Estado que haga cumplir la ley y que, por eso, genere confianza y seguridad en sus ciudadanos.

Partidos de reciente factura (Vox, Avanza) van, si no me equivoco, en la dirección del Make Spain Great Again. Que todo el arco parlamentario haya reaccionado denominándolos ultra-algo (conservadores, nacionalistas, españolistas) llenará de orgullo y satisfacción al ministro de educación: hay acuerdo, tenemos pacto. O, lo que es lo mismo, el caganer es el Estado.

Publicado en La Opinión de Murcia el 24 de noviembre de 2017.

Manuel Ballester

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