El ser humano está sometido a muchas limitaciones. Nos sabemos frágiles, vulnerables. Y con capacidad de sufrir y de hacer sufrir.
El sufrimiento, personal o ajeno, provoca en nosotros respuestas que van del agobio al estrés pasando por la sensación de impotencia. La actitud con la que nos enfrentamos al sufrimiento es una cuestión que depende fundamentalmente de nuestra personalidad, de nuestra educación cultural y de nuestra libertad.
Hay quienes consideran que se tolera mejor el sufrimiento propio que el de los demás. De hecho, ver a nuestros semejantes padecer algún tipo de dolor físico, emocional o social, puede producir en nosotros una sensación empática de apropiación que nos hace vivir su sufrimiento como si fuera nuestro, sobre todo cuando el que sufre es un ser querido o cuando el otro es, en palabras del filósofo y médico norteamericano Tristam Engelhardt, un cercano moral, que conoces y ves, y no un extraño moral, a quien desconoces o cuya existencia no afecta en nada a la nuestra.
El sufrimiento ajeno nos sitúa en una posición de espectadores que nos invita a reflexionar sobre nuestra acción o inacción ante el mismo. Puede suponer, para nosotros, una recreación de la experiencia que padece el otro que nos haga posicionarnos de manera indolente o doliente frente a dicho mal ajeno. En definitiva, el sufrimiento del otro produce una gran paradoja en nuestro interior. Por una parte irremediablemente nos afecta pero, por otro lado, tenemos la posibilidad de poder gestionar el nivel de afectabilidad que este puede provocar en nosotros.
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