Dos necesidades

Benito Espinosa (1632-1677)

Con las siguientes palabras acaba una serie, cuyo título me guardo, pero que reconocerán rápidamente aquellos que la hayan visto:

“A muy pocos les importa la verdad. Pero la verdad siempre está ahí, la veamos o no, la elijamos o no. A la verdad no le importa lo que necesitamos. No le importan los gobiernos, ni las ideologías, ni las religiones. Nos esperará eternamente. Y este es el regalo de ‘XXXX’: antes temía el precio de la verdad; ahora sólo me pregunto cuál es el precio de la mentira”

(Nota: Uso ‘XXXX’ con un fin de reserva, con tal de no hacer “espóiler”. Si no ha visto la serie, para que mejor nos entienda, sustituya usted ‘XXXX’ por cualquier catástrofe personal o pública en el que haya sido determinante la mentira).

Y es realmente sorprendente que en este mundo de la “poh·verdá” una serie de televisión, provista por una plataforma por internet, cultura de masas del siglo, se dedique a exponer con toda crudeza las consuetudinarias obscenidades que, ordinariamente “en nombre del pueblo” y “los derechos y libertades de los ciudadanos y las ciudadanas”, se perpetran cuando cerramos nuestros ojos a la verdad.

La cita no sólo da por supuesto, contra todo el espíritu de la época, que la verdad existe, sino que nos recuerda nuestra total y completa impotencia para cambiarla. Da igual lo que hagamos. Da igual dónde miremos. Da igual lo que ocultemos y lo que añadamos. Da igual que manipulemos a diestra y a siniestra y lo que malmetamos. La verdad es absolutamente indiferente a nuestros tejemanejes. Si la negamos, nos devuelve el escupitajo. Si la esquivamos, nos esperará siempre. Si la adulteramos, será nuestro propio veneno.

La verdad, como el alcalde de “Amanece que no es poco”, es necesaria. Pero también hay otra necesidad. La necesidad de la mentira. No sabemos la verdad de nada o de casi nada. Pero tampoco nos importa mucho ir tirando con lo primero que pillamos, cuyo valor tampoco nos molestamos demasiado en sopesar. No hay tiempo. Pero la cuenta crece. Retrasamos el pago. Reestructuramos la deuda. Conseguimos quitas o que alguien nos avale o, si no, directamente, nos auto-avalamos. Seguimos invirtiendo en otros proyectos igualmente inciertos. Y vuelta a empezar. Y nada de esto parece que vaya a cambiar nunca porque, como decía uno de los más grandes filósofos españoles de todos los tiempos, Benito Espinosa, “las ideas inadecuadas y confusas se siguen unas a otras con la misma necesidad que las ideas adecuadas.”

Así que nuestras vidas se desarrollan, se entrecruzan y se tejen en un mundo en el que dos necesidades parecen completamente ajenas a ellas: la necesidad de la verdad y la necesidad de la mentira. Porque tampoco a la mentira le importa mucho que malgastemos cada segundo de nuestra vida en pos de un ideal absurdo.

Norma McCorvey, más conocida como “Jane Roe”, demandó al estado de Texas por no haberle permitido abortar y, elevando la causa a la instancia más alta, los jueces del Tribunal Supremo de EEUU acabaron dándole la razón. Aunque el aborto era legal en la URSS desde los 20 y en Reino Unido desde 1967, aquel hecho supuso el pistoletazo de salida para la legalización del aborto en casi todo el mundo, empezando por las “democracias homologadas”. Da igual que años después Norma Mc Corvey reconociera que no fue violada, sino que su embarazo resultaba de una relación totalmente consentida. Da igual que se sepa que las ambiciosas abogadas que la representaban recibieran financiación de Hugh Heffner, magnate de “Playboy”. Da igual que ella reconociera todo esto tiempo después y que se convirtiera en una destacada activista provida. Las ideas inadecuadas y confusas siguieron su inapelable curso. Y miles de millones de niños en todo el mundo sucumben desde entonces bajo una inapelable sentencia de muerte.

Otro de los grupos pro-elección que más presionó a favor del aborto en aquel caso fue el de la Liga de Acción Nacional por los Derechos de Aborto (actualmente “NARAL Pro-Choice America”, en inglés), entre cuyos miembros fundadores se encontraba el doctor ginecólogo Bernard Nathanson, y cuyo interés se materializaría en pingües beneficios posteriormente. Él mismo reconoció que practicó más de 75000 abortos en su carrera. Tal vez sería precisamente por eso, porque nadie conocía el aborto mejor que él, por lo que posteriormente se convirtió en un férreo militante provida. Él, judío ateo, acabo siendo bautizado católico, como Norma McCorvey, pero tampoco él, como ella, pudieron detener la rueda. Nathanson llamaba a esto el “eclipse de la razón”.

Recientemente, otra confesión nos dejaba en pañales. Hace unos años, en 2016, el ex-combatiente Jamie Shuppe saltó a los noticieros de todo el mundo por ser la primera persona a la que se le reconocía legalmente su pertenencia a un “género no binario”. Él decía que “No soy un hombre. No soy una mujer (…) Soy una mezcla de los dos. Me considero como un tercer sexo”. Ahora pide ser reconocido oficialmente de nuevo como varón y resume lo sucedido con meridiana claridad: “Todo fue una farsa”. Por si no hubiera quedado claro, lo que quería decir era que “mi cambio de sexo a ‘no binario’ fue un fraude médico y científico”. Él reconoce que “ni su fase transgénero” ni su posterior fase “no binaria” podían ocultar su realidad biológica. “Si me hormonaba y convertía mi pene una vagina sería una mujer. Esa es la fantasía que la comunidad transgénero me vendía. Esa fue la mentira que compré y en la que creí”. Pero lo que resulta interesante no es tanto su autorreconocimiento actual, sino el modo en el que se consiguió el anterior. Habiendo sido abusado sexualmente de niño, habiendo vivido en un hogar violento, sufriendo estrés postraumático debido a su larga experiencia militar de 18 años de servicio, expone que cuando en 2013, en medio de una grave crisis psiquiátrica, empezó a vestirse y a comportarse como una mujer y pidió terapia hormonal ningún terapeuta (excepto uno, que fue rápidamente estigmatizado) se atrevió, por miedo a las presiones de lobby a negarse a proporcionársela. Además, también dice que su abogado le informó de que “el juez tenía un hijo transgénero”, que el juez no le hizo ninguna pregunta y que “tampoco exigió ver ninguna prueba médica”. “En cuestión de minutos”, añade, “el juez firmaba la orden judicial”. Y la rueda del molino siguió su marcha. Una rueda que no tiene ninguna piedad con los discrepantes. Empezando por el propio Jaime Shuppe.

Y, por último, les traigo un caso judicial aún no resuelto, pero que también puede acabar en uno de estos reconocimientos del tipo “la primera persona que consiguió que se reconociera legalmente…” ¿Y de qué se trata? En inglés le llaman “the Wrongful Life Sue”. No sé cómo podría traducirse al español, pero podría ser algo así como “la demanda por vida improcedente”. Una mujer inglesa ha puesto una demanda contra los médicos que dejaron que naciera su hija con síndrome de Down. Si prosperara, los jueces dictaminarían que existen “vidas por negligencia médica”, nacimientos ilegales. Lo peor es que ni pestañeamos ante la posibilidad de que acaben dándole la razón a la demandante. ¿Acaso no se firman cláusulas parecidas en los contratos de “maternidad subrogada” por las que los padres obligan a la madre a abortar en caso de malformación genética del bebé gestado, declarando de facto como “wrongful”, improcedente, la vida de ese bebé?

¿Hasta qué punto nuestra vida está gobernada por estas dos necesidades? Aún nos queda la esperanza de conocer algún día toda la verdad y toda la mentira.

Publicado en La Opinión de Murcia (26/7/2019)

Marco A. Oma

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