El ocaso de las pensiones

La realidad sociológica y demográfica nos dice que estamos viviendo un incremento notable del número de ancianos en nuestro país, en Europa y en el resto del mundo. Cada vez se vive más y ello comporta una gran preocupación en nuestras sociedades por las enormes demandas en servicios sociales y en prestaciones asistenciales que nuestros mayores precisan o van a precisar, máxime si sufren o son proclives a padecer procesos crónicos, invalidantes e incapacitantes de su persona o su salud.

El envejecimiento poblacional es y será una realidad a la que habrá que prestar la suficiente atención desde todos los frentes posibles y que obligará a grandes reformas en el sistema. Más ancianos y más situaciones de dependencia harán necesaria una mayor cualificación de quienes tengan que asumir esos cuidados tanto de un modo formal cuanto informal, ya sean cuidadores familiares o profesionales, servicios privados o públicos. En definitiva, si bien este senior boom es un gran logro histórico, político y social no es menos cierto que supone muchos desafíos y ciertas complicaciones.

Ahí tenemos, sin ir más lejos, la cuestión de las pensiones. Se dice que está en peligro el sistema público de pensiones. Hemos asistido a lo largo de los últimos años a diversas reivindicaciones a favor de un sistema público digno, protestas dirigidas a defender la obligación constitucional de mantener el poder adquisitivo real de las pensiones y su revalorización automática para no dejar al albur del gobierno de turno la posibilidad de tocar, recortar, privatizar o minorar las pensiones presente y futuras de nuestros mayores.

Casi todos los partidos políticos de la esfera nacional abordan el tema de las pensiones en sus programas electorales y en los debates políticos y sociales que se generan en cada legislatura, pero muy pocos o mejor ninguno ha querido poner fin a esta interminable lucha por garantizar o blindar constitucionalmente las pensiones.

El artículo 50 de la Constitución Española dice claramente que: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad. Asimismo, y con independencia de las obligaciones familiares, promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio”. Pero de este artículo y del “garantizarán” del mismo no se sigue que las pensiones sean para el Estado y tampoco para los legisladores un derecho social fundamental a proteger, sino un derecho social sujeto a presupuestos generales anuales y a negociaciones colectivas, hasta el punto de que hoy día las pensiones no están garantizadas para ningún ciudadano, puesto que no son reconocidas como un derecho fundamental del Estado Social y, por tanto, su viabilidad pase a depender de criterios economicistas como el llamado “factor de sostenibilidad” (las pensiones se calcularán según la edad de jubilación, los años cotizados y la cuantía cotizada) y el “índice de revalorización” (las pensiones se revalorizarán dependiendo de la esperanza de vida) o, peor aún, que dependan de lo que dispongan “los poderes públicos”, esto es, de la voluntad política de los gobernantes de turno. He ahí el drama: las pensiones están y estarán en peligro desde el momento que los gobernantes puedan tocarlas y hacer con ellas, siempre dentro de un orden legal, lo que quieran.

Si las pensiones públicas fueran un derecho fundamental no estarían a merced de la voluntad de los poderes políticos, pero como no lo son y, lo que es peor, puesto que están a merced de quien gobierne, sea del signo que sea, suponen una seria preocupación, tanto para los que ya son pensionistas, como para aquellos que dentro de unos años formaremos parte de ese gran colectivo social. Pero no solo está en serio peligro el actual sistema de las pensiones, sino que existe una ofensiva política común impulsada por ideólogos, politólogos, banqueros y economistas nacionales e internacionales para degradar las pensiones públicas, insistiendo en que es inviable revalorizar las pensiones según el IPC y que lo más razonable sería, por un lado, retrasar cada vez más la edad de jubilación y, por otro, potenciar la suscripción, a título particular, de activos financieros y de fondos privados de pensiones.

Pero si la degradación y la privatización de las pensiones forman parte ya, desgraciadamente, de nuestro magma social, mucho más triste es que para los casi 46 millones de ciudadanos españoles se haya casi dilapidado el llamado Fondo de Reserva de la Seguridad Social (hucha de las pensiones) y más triste aún para los casi 9 millones de nuestros pensionistas que sus pensiones se hayan revalorizado durante cinco años consecutivos tan sólo un 0,25% (la última reforma del gobierno actual prevé una revalorización entre el 1% y el 1,5%) o que muchos de nuestros pensionistas cobren pensiones tan miserables que se conciban, más que como pensiones, como dotaciones asistenciales de caridad.

El tema del jaque a las pensiones es una cuestión de justicia que requiere el esfuerzo de todos los ciudadanos y agentes sociales por defender su carácter público y su concepción como derecho fundamental. Todos los ciudadanos hemos de tener la obligación de contribuir al sistema público de pensiones para poder ser beneficiarios, dentro de los cómputos de años cotizados y de los requisitos establecidos, del derecho a una pensión de jubilación digna o, en términos de la OCDE, de una pensión decente. Apostemos, pues, por defender nuestras obligaciones y nuestros derechos, no solo porque es una preocupación de nuestros mayores, sino porque es un asunto de todos.

Publicado en La Opinión de Murcia.

José García Férez

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