Casi
todo ha cambiado en muy poco tiempo. Otra cosa muy distinta son
nuestras estrategias de adaptación a los cambios, que no cambian:
nuestro parloteo, nuestra crítica acrítica y nuestra ferocidad
lenguaraz siguen incólumes.
No
podemos quejarnos del alarmismo de nuestro gobierno, ni mucho menos,
que teniendo bien presente lo que estaba pasando en Italia, Irán o
China ha desperdiciado un par de semanas, como poco, en demorar una
respuesta lo suficientemente contundente para “aplanar la curva”
de contagios, evitar muertes y el colapso de las camas de UCI, aunque
ahora lloriquee. Pero tan extremados son los bandazos del Gobierno de
España como los de los gobernados.
Son
muchas las amenazas que se ciernen sobre la humanidad, algunas como
consecuencia directa de nuestras acciones en el mundo y, otras
muchas, fruto del puro azar. Al respecto, estas últimas semanas
estamos asistiendo a un espectáculo sin precedentes debido a la
pandemia provocada por el virus denominado Coronavirus (COVID-19),
que está causando estragos considerables en la población mundial y
provocando incertidumbres, temores y desasosiegos sobre cuál es su
origen y qué efectos tendrá en nuestro futuro. Esta amenaza, junto
a otras muchas, nos lleva a reconsiderar la necesidad de asumir, de
manera urgente y compartida, la responsabilidad ética de proteger la
vida en todas sus dimensiones (humana, animal y vegetal) y de atender
con cuidado extremo los problemas de degradación, contaminación y
deterioro del medio que habitamos (aire, tierra y agua), adoptando
medidas educativas, económicas y sanitarias que permitan nuestra
supervivencia y la viabilidad de las generaciones venideras.
El
mundo de hoy, el que nos ha tocado vivir, atraviesa momentos
difíciles y complejos. Las incesantes alteraciones en el ecosistema
y los continuos cambios en la economía mundial, unidos a situaciones
como la pandemia coronavírica que estamos padeciendo, están
suscitando en muchos de nosotros la idea de un futuro incierto,
incitándonos incluso a pensar que pudieran existir, por parte de
algunas oligarquías o corporaciones transnacionales, oscuros
intereses o planes ideológicos perfectamente trazados para el futuro
de la humanidad.
Mis
hijos han tenido suerte con los profesores y educadores que han
pasado por sus vidas. Éstos también, pues su madre y yo tenemos la
costumbre de conocerles para transmitirles aquello que consideramos
importante: que ellos son la prolongación de nuestra autoridad
durante las horas que nuestros hijos pasan en el colegio, que les
exijan el máximo que por su capacidad puedan pedirles y que los
niños saben lo que sus padres hablan con sus maestros.
Cuento
esto porque el primer paso para que la escuela sirva a su propósito
(transmitir conocimiento humanista y científico consolidado y
aceptado por la mayoría social, con el fin de crear individuos
útiles a la sociedad) es tejer una relación de confianza entre
educadores y familias. Y la premisa básica para conseguirlo es
conocer de antemano hasta dónde alcanza esa confianza. Por eso, a la
profesora de matemáticas y al profesor de lengua española se les
exigen los conocimientos correspondientes, que quedan
convenientemente acreditados y que los padres no ponemos en duda. Así
se crea una relación de confianza: estando seguros del papel de cada
cual en el sistema.
Este
artículo no versa sobre el pin parental, así que puede Vd. respirar
tranquilamente y seguir leyendo. La semana pasada asistí como
invitado a un congreso organizado en tierra de coronavirus y,
sinceramente, he vuelto tranquilo, no ya por el virus gripal sino más
bien por lo que pude escuchar de determinadas personalidades
relevantes a nivel mundial que intervinieron en el Congreso
organizado por la Pontificia Academia para la Vida.
Empezando
por el final, destacar una frase del discurso de clausura pronunciada
por quien es fiel representante de millones y millones de personas.
Refiriéndose a la llamada “inteligencia artificial” y a los
profundos cambios que está experimentando la vida con motivo de los
avances tecnológicos, vino a decir el Santo Padre Francisco:
“Todavía no tenemos nociones establecidas para responder las
preguntas inéditas que la historia nos hace hoy. Nuestra tarea es
más bien caminar con los demás, escuchar con atención y conectar
la experiencia y la reflexión”.
La
reciente victoria de Boris Johnson en las elecciones británicas no
solo vino a refrendar la decisión del Brexit, sino que puede
llegar a desencadenar la ruptura del Reino Unido tras un posible
plebiscito de independencia en Escocia, mayoritariamente partidaria
de su permanencia en la Unión Europea. Pero, además, supone un duro
golpe a la idea misma de la Unión Europea y a la pretensión de que
sea posible lograr y mantener, alguna vez, una Europa políticamente
unida, capaz de ejercer alguna influencia en el nuevo orden
internacional que presumiblemente será liderado por China. Si a la
desunión política unimos el hecho insólito de que las naciones
europeas parecen haber decidido suicidarse demográfica y
culturalmente, podemos preguntarnos si no nos encontramos ante el
declive mismo de la civilización occidental, habida cuenta de que
sus raíces y valores culturales también están siendo cuestionados
en Norteamérica.
Este
es un ejemplo de lo difícil que resulta realizar predicciones
fiables en el ámbito de las ciencias sociales. ¿Quién habría
podido presagiar, hace 20 años, que el proyecto de construcción
europeo podía terminar en un estruendoso fracaso? ¿Alguien dudaba,
tras la caída del Muro de Berlín, de que el triunfo de las
democracias liberales terminaría por imponerse definitivamente en
todo el mundo, como único modelo posible de organización política?
¿Y quién habría imaginado a comienzos del siglo XX que Europa se
vería, en menos de 100 años, relegada de su posición de primacía
y en riesgo de caer en la más absoluta irrelevancia en el tablero
político mundial?