¿Quién veta a quién?

Está en boca de todos la cuestión de la procedencia o improcedencia de que los padres puedan objetar ciertas actividades o ciertos contenidos que se imparten en los centros escolares.

No falta quien quiera reducirlo a que se trata de decidir si es obligatoria la asistencia a una excursión para ver la floración de Cieza en todo lo suyo. Y viéndolo así, no parece razonable tanta polémica. De hecho, en los centros escolares siempre ha habido gran variedad de actividades que iban desde conferencias, visitas a museos, paellas y chocolatadas hasta representaciones teatrales y, sin necesidad de precisar si eran complementarias, curriculares, optativas, en horario escolar, dentro o fuera del centro, nunca ha habido especial problema.

Por tanto, si el debate está justificado, debe haber alguna novedad, algo que antes no estaba y ahora sí. Y, en ese sentido, aparecer como objetor al Pin Parental cuando se hace lo que se ha hecho siempre sin problema, no es más que una maniobra de distracción, pura propaganda aireada por los medios afines a una cierta opción.

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Laurencia o la torpeza en la interpretación literaria

Desde hace catorce cursos tomo la precaución de no usar libros de texto para explicar Literatura en mis clases de Secundaria y Bachillerato. La cantidad de lugares comunes e interpretaciones superficiales que me encontré en ellos cuando comencé a dedicarme a la docencia me instó a huir de ellos como de la malaria, y tenía totalmente olvidada a esta industria innecesaria y en muchos aspectos indecente hasta que el otro día un comercial me dejó varios ejemplares de muestra y material de diverso tipo. Entre éste, un curioso póster en el que aparecen personajes clásicos de la Literatura Española junto a un breve texto en el que se describen los valores que presuntamente aportan al aprendizaje vital de los alumnos.

Inevitablemente aparece don Quijote como prototipo de aquél que, leal a sus ideales, lucha por conseguir sus sueños entre mil adversidades. Ya comenté en este mismo periódico hace unos meses que don Quijote, lejos de ser un personaje positivo, es un demente que trata de imponer unos usos sociales y políticos anacrónicos pre-estatales en una España dotada de instituciones jurídicas y legales propias de un estado moderno, que suponían la superación de la incertidumbre y arbitrariedad forense y procesal del estado medieval: un idealista que no puede ni quiere ser soluble en la legalidad del estado.

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Cortesía o traición

Diversos acontecimientos recientes me han hecho pensar sobre la cortesía. Cuando está presente, agrada sin apenas notarse y su ausencia chirría.

Sólo la palabra ya dice mucho. Remite directamente a “usos de la corte”. El término francés para cortesía es “politesse”, es decir, “usos de la polis o de la ciudad” y, en ese sentido, se parece más al español “urbanidad” o “usos de la urbe o ciudad”.

Hay, en definitiva, una referencia al comportamiento cuando estamos con otras gentes (en la corte, en la ciudad), es decir, un comportamiento que hace posible la convivencia civilizada. Por eso la cortesía remite a un trato tan cordial como formal, tan afectuoso con las personas como atento a las reglas (de urbanidad, tacto, elegancia).

La cortesía hace amable la vida junto a otros, porque la cortesía, más que poner el acento en un conjunto de reglas que dirigen nuestro comportamiento se centra en los demás. Cortesía es, sobre todo, miramiento, respeto, atención a la otra persona. La persona cortés mira a los ojos y sonríe, ¿qué más se puede pedir? Mirar a los ojos, tratar a los demás con miramiento crea, en efecto, el campo de juego que permite que los demás se relajen y haya una apertura mutua, confianza de los unos en los otros, respeto y otros tantos nombres para esa actitud esencial.

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Modelos

1991. Primavera. Cualquier madrugada del viernes al sábado. Sonaba mi alarma a las 2.30 P.M. Tan sigiloso como un espía infiltrándose en la base enemiga, llegaba al comedor. A partir de ahí, el plan (depurado y perfeccionado al milímetro) estaba claro. Primero encender el televisor tosiendo durante varios segundos para disimular el sonido de arranque. Segundo, sin dejar pasar ni una décima, pulsar el mute en el mando. Tras esto, sin confiarme pese a que lo difícil ya estaba hecho, tocaba reducir el brillo de la pantalla. Y, finalmente, poner TV2. ¡Misión cumplida! A hurtadillas, casi en penumbra y con un silencio sepulcral saboreaba mi recompensa: ver un partido de la NBA.

A principios de los 90 no había ni televisión a la carta ni Youtube. Internet estaba aún en pañales. Si querías ver la mejor liga de baloncesto del mundo, no quedaba más remedio que aplicar esa gran máxima que los locos de la canasta defendíamos a ultranza: “dormir es de cobardes”. Los que no nos conformábamos con las revistas Súper Basket y Gigantes, teníamos una cita con Ramón Trecet y su “Cerca de las estrellas” esos viernes de madrugada. Era algo espectacular. Acostumbrado hasta entonces a disfrutar con los Arcega, Villacampa, Epi y Biriukov, ver a Michael Jordan, Magic Johnson o Larry Bird fue como comparar las lentejas de mi madre con las mías. Otro mundo.

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Más contenidos y menos ideología

Esto sí son recortes…

Anda la comunidad educativa, y la política también, revuelta a causa del llamado pin parental, que es una herramienta que permite decidir a los padres si quieren que sus hijos asistan a determinadas charlas que tratan temas extracurriculares, a menudo controvertidos, y que son impartidas por personas ajenas a las plantillas docentes de los centros educativos. El actual gobierno de España considera que esta herramienta constituye una ilegítima intromisión de los padres en la planificación de las actividades complementarias realizadas por los colegios, y ha recurrido a los tribunales para intentar que se retire en los pocos sitios en los que, como la Región de Murcia, ha sido implantado recientemente.

Es una nueva batalla por decidir si prevalece el derecho de los padres a que sus hijos sean educados de acuerdo con sus convicciones morales, o se impone la potestad de los poderes públicos para decidir la forma más conveniente de instruir a los niños y jóvenes. Pero a este problema de fondo se añade el hecho controvertido de que este tipo de charlas son impartidas, a menudo, por asociaciones que viven de difundir su ideología gracias a las subvenciones públicas.

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