Asistimos en las últimas décadas a un baile constante de políticos, a una pasarela de caras nuevas en gobiernos nuevos, a un desfile incesante de gentes que quieren o deciden dedicarse a lo público, no tanto para servir a lo público, sino para vivir de lo público. Hasta tal punto ha llegado la pasión por la política que en nuestro país la cifra de personas que viven de la política y para la política superan el medio millón. Esta proliferación numérica, que para muchos puede parecer alarmante y para otros necesaria, hace pensar que la política es algo que atrae y seduce a muchos, no sólo por lo que representa de ostentación social, sino por lo que entraña de poder económico y personal.
Tanto es así que poder y política suelen ser conceptos convergentes. De hecho, cuando hablamos de poder a muchos les viene inmediatamente a la mente la idea del poder político y, más en concreto, del poder de quienes representan al Estado o ejercen el gobierno en los distintos estamentos (presidente, vicepresidentes, ministros, diputados, senadores, alcaldes, concejales, consejeros, órganos de gobierno de la administración central y autonómica, puestos de libre designación, etc.). Este poder político, que a muchos ennoblece y a otros corrompe y envilece, puede emplearse para hacer o deshacer, para construir o destruir, para unir o desunir, para servicio de uno mismo o de los demás, pero sobre todo se utiliza para el gobierno o desgobierno de los bienes, recursos y servicios de los ciudadanos.
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