Estoy
a favor de bajar los impuestos bajo cualquier circunstancia, por
cualquier excusa y por cualquier razón, siempre que sea posible. Y
es posible bajar impuestos manteniendo e incluso incrementando el
grado de bienestar.
Como
saben, la idea es del Nobel de Economía Milton Friedman. Y yo la
suscribo. Pero antes de hacer un breve repaso a las condiciones de
posibilidad de la afirmación anterior permítanme centrar el debate.
Bajar, o subir, impuestos no es revolucionario, por lo tanto el
anuncio de bajar impuestos, aunque se refiera a bajar absolutamente
todos los impuestos, no debe catalogarse como “revolución fiscal”.
El concepto escogido para anunciar la bajada de impuestos, a mi modo
de ver, es un error mayúsculo por parte de quienes lo acuñaron,
primero porque bajar impuestos no constituye tal revolución si no
viene acompañado de otras cosas y, en segundo lugar, porque
revolución significa algo así como “cambio brusco” y, por lo
tanto, estás dando la oportunidad a los de enfrente para que
esgriman todo tipo de calificativos asociados a ese cambio, tales
como peligroso, suicida, injusto, etc.
Si
preguntáramos a un número suficiente de personas sobre la
importancia de expresar libremente pluralidad de ideas y opiniones
como uno de los principales sustentos del sistema político que
llamamos democracia, estoy seguro de que una inmensa mayoría daría
por bueno el aserto. Y si convenimos que no sólo es cierto sino
determinante porque toda persona tiene derecho a expresar su opinión
en los términos que marcan las leyes, el civismo y la educación
estaríamos apelando a la idea que Max Weber defendía sobre la ética
de la responsabilidad como principio rector en la construcción del
pluralismo.
Por
desgracia, la otra ética, la de las convicciones personales que
puede llevarnos a la dictadura de lo políticamente correcto, es el
síntoma que revela que estamos muy lejos de alcanzar ese estado
consciente de responsabilidad social. Presumimos de sociedades
abiertas y tolerantes sin caer en la cuenta de que en nombre de esa
tolerancia imponemos una atmósfera asfixiante no ya para quien
discrepa abiertamente sobre asuntos de actualidad social o
informativa que se presentan de manera uniforme, sino para quien se
atreve siquiera a matizar cuestiones dominadas por determinados
grupos de presión.
No
hace ni dos semanas que Nadal ganó su duodécima Ensaladera en
París. Si es grande como deportista, mayor es como persona. En 2007
creó la Fundación Rafa Nadal con el objetivo de atender a jóvenes
con discapacidad intelectual, la integración social de menores
vulnerables y la promoción del talento deportivo.
Es
sabido que se inició con los primeros golpes de raqueta a los tres
años; a los ocho ganó su primer título sub-12 y a los doce su
familia se tomó en serio su formación, dejando otros deportes como
el fútbol para dedicarse de lleno al tenis. Fue su tío quien creó
un grupo de confianza para proyectar su carrera, con personas como su
médico que le impuso el rigor y la disciplina necesaria para ser un
deportista de élite. ¿Habría tenido el mismo éxito si en lugar de
comenzar con tres años hubiera comenzado con diecisiete?
Probablemente no.
Justo
mientras Nadal ganaba el Roland Garros me topo con un artículo de
Maggie Fergusson en The Economist sobre el talento
intelectual. Maggie habla de niños como Tomás que, con tan solo
cinco años, tiene en su cabeza teorías sobre los agujeros negros,
quiere ser astrofísico y siente la necesidad de aprender matemáticas
para fundamentar sus teorías.
El
gobierno regional va a destinar 3,5 millones de euros a promocionar
las carreras de ingenierías entre las chicas ya que las mujeres se
empeñan, mayoritariamente, en elegir Grados como Enfermería,
Magisterio, Veterinaria o Farmacia (en los que representan entre un
65 y un 80% de los estudiantes). Los chicos, por el contrario, se
decantan en mayor medida por las Ingenierías, Ciencias del Deporte o
Informática (donde son entre el 75 y el 85%). Curiosamente, a nadie
se le ha ocurrido aumentar la presencia masculina en la Universidad,
ya que los hombres constituyen el 40% de los estudiantes. La premisa
de la que parten los responsables del gobierno es que estas
diferencias no pueden deberse a las preferencias naturales de unas y
otros, sino que se debe a los condicionamientos culturales. Y así
como algunas feministas proponen imponer a las mujeres determinadas
cuestiones, asumiendo que si se les deja elegir optarán por lo que
menos les conviene, los políticos han decidido abrir los ojos, con
nuestro dinero, a tantas chicas que eligen erróneamente lo que
quieren estudiar.
El
problema de fondo consiste en creer que el ser humano es una página
en blanco cuando viene al mundo, y que su personalidad se configura,
únicamente, a partir de la influencia cultural del entorno en el que
crece, negando que exista ninguna diferencia biológica entre los
comportamientos masculino y femenino. Consideran que si las niñas
eligen jugar con muñecas y los niños con coches es porque están
sometidos, desde que nacieron, a la presión de una sociedad machista
que tiene decidido de antemano aquello en lo que deben convertirse. Y
cuando son mayores, si una chica elige estudiar Medicina o Filología,
o se decanta por realizar un módulo de peluquería o de guardería,
y un chico opta por matricularse en Ingeniería Industrial o
Informática, o decide hacerse militar o policía, o cursar un módulo
de mecánica, no es porque lo quieran así; simplemente, responden al
lavado de cerebro al que les han sometido desde que nacieron.
Aquellas chicas que inician un Grado en telecomunicaciones son
heroínas que se han rebelado contra el opresor sistema; los niños
que se hacen peluqueros son errores de la maquinaria de modelado de
conducta que no ha conseguido transformarlos, de manera efectiva, en
amantes de la grasa en el mono azul o de la programación de
ordenadores.
La
afluencia de series de zombis en la última década deja en evidencia
el terrible gusto humano por los escenarios apocalípticos. Desde su
inicio en 2009 hasta hoy, The Walking Dead cuenta ya con nueve
temporadas.
Los
zombis ganan de nuevo. Asómense a cualquier centro comercial y verán
hordas caminando entre los pasillos o rondando cerca de la sección
de electrónica. Cuentan los clientes habituales que todavía se
atisban zombis ilustrados ojeando revistas y libros en secciones
colindantes.
La
victoria de los zombis ha hecho que la cepa sea cada vez más
virulenta facilitando así su contagio y siendo cada vez más difícil
establecer diferencias entre los portadores y no portadores del
virus. Los modos de organización humana son más limpios y asépticos
que los improvisados en las hordas, sirva como ejemplo, el
vertiginoso ritmo con el que nacen grupos de WhatsApp, espacios donde
diluir los conflictos desencadenados por la convivencia entre zombis
y humanos. Este punto de vista no deja de ser una idea peregrina, por
más que los zombis reclamen su derecho al voto (como bien nos mostró
Joe Dante en El regreso), no hay posibilidad de
reconciliación alguna entre ellos y nosotros.
La
peste como ya advirtió Albert Camus, ha vuelto y no solo
en forma de horda. Las ratas tan eficaces como un sistema de
mensajería, golpean las puertas de nuestros hogares dejando
variantes de las cepas clásicas.