Un año más, a finales de diciembre, nos disponemos a celebrar… algo. ¿Y qué es lo que festejamos? Bueno, eso depende de a quién se le pregunte, pero está claro que no todo el mundo celebra lo mismo.
Lo que sucede con la Navidad es un fenómeno muy interesante desde el punto de vista sociológico. Hay otras celebraciones religiosas durante el año, pero no están sometidas a la tensión que resulta de intentar darles un sentido u otro: simplemente, los creyentes las celebran y los que no lo son, pues no. Pero esta fiesta concita una adhesión casi unánime, aunque las motivaciones de unos y otros para celebrarla sean muy distintas.
Para los cristianos la Navidad conmemora que Dios se hizo niño y habitó entre nosotros. Los no creyentes no comparten este sentido trascendente, pero sí la consideran una fiesta entrañable en la que los miembros de la familia se reúnen en torno a la mesa, se hacen regalos y participan de ese curioso fenómeno que hemos dado en llamar ´espíritu navideño´ por el que todo el mundo intenta ser mejor persona y trata de aparcar las viejas rencillas durante unos días. Ambas concepciones son perfectamente compatibles, y muchos no creyentes, de hecho, son partidarios de que las tradiciones cristianas no se pierdan, ya que el cristianismo es uno de los pilares básicos sobre los que se ha forjado nuestra civilización y nuestra cultura.
Sin embargo, también entre los no creyentes existe una corriente que se opone a la celebración navideña tradicional porque considera que las manifestaciones religiosas han de restringirse al más estricto ámbito de lo privado y porque piensa que, en cualquier caso, todas las religiones merecen el mismo trato y, por ello, hay que evitar los símbolos cristianos que pueden ofender a los fieles de otras confesiones. Pero no pretenden suprimir del ámbito público la celebración navideña, sin más, sino que ha emprendido una campaña sistemática para intentar descristianizar la Navidad y, de paso, apropiársela, despojándola de su sentido religioso.
Este planteamiento es el que ha llevado a muchos colegios públicos a sustituir la celebración de la Navidad por la del solsticio de invierno y a muchos Ayuntamientos a eliminar los belenes de la ambientación navideña de las calles y a suprimir las luces con motivos tradicionales para colocar en su lugar otros adornos sin ninguna connotación religiosa, en una exaltación de lo invernal que ha convertido al copo de nieve en el icono máximo de la nueva fiesta laica.
El hecho de que se deje de celebrar la Navidad por mera tradición, puede ser una oportunidad para que los cristianos traten de vivirla de forma más auténtica. Pero desde un punto de vista intelectual (es decir, prescindiendo del aspecto religioso) la deriva laicista que estos sectores tratan de imponer en la sociedad me parece un error (en realidad, más que laicista, es específicamente anticristiana, como se desprende de que algunos líderes de partidos políticos feliciten ardorosamente el ramadán a los musulmanes, mientras se burlan con el mismo ardor de las tradiciones cristianas).
Estos partidos políticos, autollamados progresistas, prefieren librar batallas ideológicas (las llamadas culture wars) respecto a las cuestiones de orden social y cultural, más que a las de tipo económico, y utilizan como uno de sus principales elementos diferenciadores el ataque a la religión cristiana, por haber sido la que históricamente ha gozado de un estatus privilegiado en Occidente. Pero estos políticos que atacan al cristianismo, buscando un rédito electoral, olvidan que la civilización occidental, a pesar de todos sus defectos, ha conseguido un estado de libertad, bienestar y tolerancia superior al de cualquiera otra. Y que esta civilización se sostiene, precisamente, sobre unas raíces judeo-cristianas y sobre la base de la cultura grecolatina; sin estos referentes no se puede entender lo que somos. Y a pesar de que en otro tiempo sufrimos la fiebre del fanatismo religioso, nos vacunamos contra él mediante la Ilustración. Pero ello nos llevó al escepticismo y, más tarde, al relativismo que caracteriza a la era de la posverdad.
Sin duda, el ámbito público debe ser aconfesional y todas las creencias compatibles con nuestro ordenamiento jurídico deben ser respetadas, pero esto es compaginable con preservar ciertas tradiciones y valores para no perder la esencia de lo que somos, ya que el humanismo cristiano se encuentra en la base del sistema de valores que sustenta a las leyes y a las constituciones de los países europeos. Además, como el vacío siempre tiende a llenarse, mientras nuestra civilización abandona sus referentes morales y reniega de lo que le ha llevado a ser lo que es, otras menos tolerantes están llamando a las puertas de la vieja y descreída Europa, para instalarse aquí e imponer su propia cultura. Y en vez de acogerlos, pero exigiéndoles al mismo tiempo el respeto a nuestros valores y tradiciones, nuestra sociedad ha desarrollado tanto la sensibilidad y la consideración hacia otras culturas, que ha decidido pedir perdón por existir y suicidarse para no ofender. Es decir, que hemos aceptado el discurso falaz de que nuestra civilización occidental es esencialmente caduca y opresora, y de que la religión cristiana, como uno de sus elementos diferenciadores, ha de ser eliminada o, al menos, silenciada; y sus tradiciones, sometidas a una cirugía de reconstrucción que las vuelva irreconocibles.
Pero, mientras no sea obligatorio felicitar el solsticio de invierno, algunos seguiremos deseando por estas fechas una ¡Feliz Navidad!