Hablemos de cosas importantes

La ciudadanía moderna necesita sus propias papillitas.

Como el resto de españoles, llevo más de un mes enclaustrado y, al margen de muchas meditaciones sobre encerrados literarios (las hijas de Bernarda Alba, el príncipe Segismundo de Polonia, Gregor Samsa o el conde de Montecristo), no dejo de pensar en qué cosas tan importantes tenía nuestro Gobierno que hacer durante el primer trimestre del año que le impedían comprar como si no hubiese mañana guantes, mascarillas, pantallas protectoras, antisépticos y todo tipo de material cuya escasez, especialmente entre el propio personal sanitario, ha ayudado a que miles de compatriotas hayan caído como ratas. Tiro de hemeroteca y veo que el Presidente y sus miles de vicepresidentes, ministros, secretarios y subsecretarios de Estado discutían, entre otros asuntos de importancia (como la regulación legal del piropo) el encargo de un informe sobre usos racistas, xenófobos y segregacionistas del lenguaje.

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Laurencia o la torpeza en la interpretación literaria

Desde hace catorce cursos tomo la precaución de no usar libros de texto para explicar Literatura en mis clases de Secundaria y Bachillerato. La cantidad de lugares comunes e interpretaciones superficiales que me encontré en ellos cuando comencé a dedicarme a la docencia me instó a huir de ellos como de la malaria, y tenía totalmente olvidada a esta industria innecesaria y en muchos aspectos indecente hasta que el otro día un comercial me dejó varios ejemplares de muestra y material de diverso tipo. Entre éste, un curioso póster en el que aparecen personajes clásicos de la Literatura Española junto a un breve texto en el que se describen los valores que presuntamente aportan al aprendizaje vital de los alumnos.

Inevitablemente aparece don Quijote como prototipo de aquél que, leal a sus ideales, lucha por conseguir sus sueños entre mil adversidades. Ya comenté en este mismo periódico hace unos meses que don Quijote, lejos de ser un personaje positivo, es un demente que trata de imponer unos usos sociales y políticos anacrónicos pre-estatales en una España dotada de instituciones jurídicas y legales propias de un estado moderno, que suponían la superación de la incertidumbre y arbitrariedad forense y procesal del estado medieval: un idealista que no puede ni quiere ser soluble en la legalidad del estado.

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El imperio que ya está aquí

La revista de El Catoblepas ha sido de las pocas publicaciones que ha llevado un seguimiento mensual de los principales acontecimientos de China.

2019 se acaba y, con él finiquitado, le damos un nuevo mordisco al siglo XXI, ése que siempre se dijo -el tiempo lo está corroborando- que sería el del relevo del testigo en la hegemonía mundial. El siglo de China. Lo será, y eso no debe preocuparnos especialmente; los imperios caen irremisiblemente, y a este respecto no puedo dejar de recomendar el clásico estudio publicado por Paul Kennedy en 1989.

Lo que sí debe preocuparnos es qué tipo de imperio decidirá, o ha decidido, ser China. Gustavo Bueno, el más brillante filósofo dado por nuestro país, distinguió en su obra España frente a Europa dos tipos de imperios, entendiendo por imperio a un estado con la capacidad de intervenir operatoriamente en otros: los imperios generadores y los depredadores. Los generadores se caracterizan esencialmente, desde el punto de vista biológico, por el mestizaje con las poblaciones intervenidas. Desde el punto de vista cultural y científico, por compartir sus saberes y tecnologías con los invadidos. Y desde el punto de vista social y económico, por la fundación de ciudades. Por oposición, los imperios depredadores proscriben cualquier mezcla de sangres, hacen valer su superioridad cultural y científica únicamente para someter a los invadidos, y nunca crean ciudades, sino factorías desde las que saquear el territorio intervenido. El Imperio Español es un ejemplo de libro del tipo generador: la diversidad racial de Hispanoamérica, el inmediato arraigo del idioma español y el Cristianismo en aquellas tierras, las fastuosas capitales virreinales allí fundadas o las veintiocho universidades y dieciocho colegios mayores existentes en la América hispana en 1810 son prueba de ello. También lo fueron el Imperio Macedonio de Alejandro Magno, el Imperio Romano, el Carolingio o la Unión Soviética. Imperios depredadores fueron, por ejemplo, el Persa (una burocracia etnocéntrica), el Imperio Británico (una talasocracia consagrada a la esquilmación de los cinco continentes) o el Tercer Reich (que unió el entusiasmo por el saqueo a la prohibición legal a mezclar la sangre alemana con la ajena).

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Un pobre legado

Tengo el privilegio de publicar en esta santa casa desde hace doce años y cuando afronto el artículo de septiembre u octubre me surge el problema de qué tema elegir tras los meses de silencio estival porque han sucedido muchas cosas. Una nota internacional no puede pasar por alto el discurso de la niña sueca Greta Thunberg en la Cumbre del Clima celebrada en la ONU haciéndonos reflexionar sobre qué tipo de planeta vamos a dejar a Mick Jagger y Keith Richards cuando nos hayamos ido. Desde un punto de vista nacional podría hablar sobre el delicado aterrizaje en el PSOE que Errejón lleva años preparando meticulosamente y que empieza a tomar cuerpo, o sobre cómo Podemos se ha convertido en el voto útil de la derecha porque es la mejor garantía de que no gobierne Pedro Sánchez (si Pablo Iglesias no es un infiltrado, casi nada de la política del país en los últimos años tendría sentido). No sería tampoco mal tema el estupor que me produce que la gente se eche las manos a la cabeza con los tres últimos accidentes mortales en los aviones que sirven de entrenador básico, medio y avanzado (el T-35, el C-101 y el F-5) para los pilotos del Ejército del Aire, cuando se trata de aparatos con más de treinta años de vuelo (más de cuarenta los F-5), cuyos reemplazos ni siquiera se han decidido en un bochornoso ejercicio de desidia institucional. Desde un punto de vista regional me habría gustado cavilar sobre lo cerca que los medios de comunicación están siempre del porno emocional y de la exhibición gratuita del sufrimiento ajeno tras la catastrófica gota fría sobre el Mar Menor. Y cómo no sustraerse a la tentación de lo municipal (cartagenero en mi caso), con un ayuntamiento que bien podría llamarse, como la finca de Jesulín de Ubrique, Ambiciones.

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Citoyens

Batalla de Trafalgar

A Ciudadanos no les van bien las cosas: su pueril persistencia en no tocar a Vox ni de lejos con un palo, la desbandada de algunos de sus fundadores porque la dirección del partido no es capaz de gestionar la disensión interna, la campaña mediática que les han montado tras su presencia en los fastos homosexuales madrileños, el patito feo que ha resultado ser el cisne blanco que se trajeron de Francia como fichaje estrella y que acabó aplaudiendo en pie la entrega del bastón municipal a Ada Colau, en nombre de un supuesto mal menor…

No, lo les va bien. El partido que se postulaba como la primera fuerza política de la oposición y que había hecho de la ambigüedad su principal virtud es hoy objeto de burlas. En tono jocoso lo llaman Citoyens, y hay chistes que hablan de que en las reuniones de su cúpula el idioma que se escucha es el francés. Miran de reojo a Macron por si no le gusta alguna de sus actitudes y les riñe, y siguen lamiéndose las heridas provocadas por el tiro por la culata de Manuel Valls. A Ciudadanos siempre le gustó, como decía Javier Krahe, el chic de lo francés, y en su cansina vocación europeísta (su logo llegó a incluir la bandera de la UE en la parte inferior de un corazón) han tendido siempre a identificar a Europa con Francia, país que sigue despertando una sugestiva fascinación entre los españoles de izquierdas (por sus ideales republicanos) y de derechas (por su férreo centralismo).Y yo, francamente, no entiendo ese deslumbramiento. A mis

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