Bufé libre (por fin)

Hoy no es viernes 3. Cuando escribo estas líneas son las nueve de la noche del domingo 28. Supongo que las televisiones y radios hierven con datos de sondeos, valoraciones de tertulianos y conexiones con las sedes de los partidos políticos. No tengo ni idea de cómo quedarán repartidos en un par de horas los escaños del Congreso, aunque me puedo hacer una idea, y he querido redactar este artículo en estas condiciones deliberadamente. Porque no me interesa hablar de victorias o batacazos o de posibles pactos, sino de la vivencia de una sensación que he disfrutado esta mañana en mi colegio electoral y que hace diecinueve años hubiese considerado impensable. Digo diecinueve años porque fue en el 2000 cuando por primera vez pude votar en unas elecciones generales.

Recuerdo que fui a esos comicios con la ilusión que puede tener un comensal en un restaurante en el que sólo sirven ensalada o sopa. Es decir, ninguna. Evaporado el CDS y convertida IU en algo irrelevante, España padecía un frustrante bipartidismo político (reflejado también en un feroz bipartidismo mediático), y se asumía con tristeza que en este país nos teníamos que conformar con la alternancia entre dos grandes partidos estatales que, de no conseguir mayoría absoluta, tenían que hacer todo tipo de acuerdos y concesiones a mezquinos y egoístas partidos nacionalistas regionales que sólo velaban por los intereses de sus respectivas satrapías. Es cierto que el modelo bipartidista fue el que dio a España, destrozada por un siglo XIX sangriento (Guerra de Liberación y las tres carlistadas), años de bienestar y paz durante el reinado de los dos Alfonsos. Y también que el modelo bipartidista que se diseñó durante la Transición, ideado para instaurar una democracia estable cuyo parlamento no fuese una jaula de grillos, no era del todo malo. Pero que la bisagra política pasase por entenderse con dos señores de la calaña de Pujol (el de las cuentas en Andorra y Suiza) y Arzalluz (el que recogía nueces de árboles ensangrentados) era algo desmoralizador y deprimente.

España, para bien o para mal, ha acabado pareciéndose cada vez más a las homólogas democracias occidentales (valga la redundancia) no anglosajonas, y por suerte en el restaurante de las elecciones ya no hay que elegir entre ensalada o sopa. Hemos pasado a un bufé libre en el que se puede optar por cinco proyectos distintos de país, seguramente muy criticables todos desde distintos puntos de vista, pero al menos cinco proyectos nacionales. Que a la pareja socialdemócrata y liberal de las dos décadas anteriores se hayan sumado dos opciones más por los extremos, y una quinta que ha hecho de su indefinición su gran virtud (y también su gran defecto) es algo extraordinariamente positivo. No quiero para mi país ni el monolitismo del parlamento británico ni el caos del italiano. Pero sí que se oigan más de dos voces hablando de los intereses de todos los españoles, y espero que cada vez menos voces exigiendo prerrogativas y privilegios mediante el chantaje de la gobernabilidad.

Ahora son las nueve y cuarto. Cuando ponga el punto y final a este artículo me enteraré de los datos provisionales del escrutinio. Más allá de mis filias o mis fobias políticas, espero que estos datos nos encaminen a un gobierno encabezado por un partido estatal apoyado por otros partidos estatales, y que en las Cortes los partidos separatistas, nacionalistas y regionalistas queden condenados a la más absoluta irrelevancia. Si esto se cumple, sean cuales sean esos partidos estatales, los españoles sentiremos con más convicción que en el Congreso está realmente representada la soberanía nacional.

Publicado en La Opinión de Murcia.

Creacionismo lingüístico

«Un íbero tuiteando», por Marco @subetealanutria

No hay ciencia que no tenga una pseudociencia que la parasite. La alquimia, la astrología o la frenología son el reverso prerracional de la Química, la Astronomía y la Psiquiatría, y se vuelven irracionales cuando, pese a ser superadas y refutadas por las auténticas ciencias, perviven junto a ellas. Uno de los parásitos de la Geografía, y por supuesto de la Astronomía, es el terraplanismo, que hoy experimenta un desopilante revival de la mano de los fundamentalistas protestantes y los teóricos de la conspiración de internet. La excéntrica excrecencia de la Filología y la Lingüística, increíblemente resucitada en los últimos años, es el tubalismo. Continuar leyendo «Creacionismo lingüístico»

Una vacuna contra el idealismo

Explicar la Capilla Sixtina a quien nunca la ha visto tiene que ser complicado. Algo así ocurre cuando se lleva a la clase de Bachillerato al Quijote, una obra que, a diferencia de hace un par de décadas, a los alumnos no se les hace leer, que los alumnos probablemente ya no son capaces de leer, y que muchos de sus profesores tampoco han leído.

En los institutos, el Quijote es una especie de enorme y engorroso esqueleto de dinosaurio que se ha convertido en un estorbo en un museo de Ciencias Naturales. Y su explicación, en la reiteración de tópicos heredados de las interpretaciones decimonónicas de la obra, la paráfrasis de unas cuantas viñetas icónicas y descontextualizadas, y la exposición arqueológica de una reliquia del pasado que debe admirarse sin precisar en ningún momento por qué, como si fuese un ídolo de piedra. Continuar leyendo «Una vacuna contra el idealismo»

Dos nociones huecas

Decía hace poco Álex Grijelmo que probablemente la principal aportación que Podemos ha hecho al panorama político español es la creación de un peculiar idiolecto que, ciertamente, ha hecho fortuna: “casta”, “confluencias”, “gente”, “círculos”, “vieja política”, “régimen del 78”… Y últimamente Iglesias y Echenique frecuentan mucho la expresión “bloque monárquico” para referirse de manera peyorativa al PP, el PSOE y Ciudadanos, y oponerles una supuesta visión republicana que no termina de entenderse. Se insiste así machaconamente en abrir el debate entre monarquía y república, cuando tal debate ni existe en España ni puede en realidad existir, ya que ambos son conceptos tan vacíos de contenido que no es posible afiliarlos a posiciones ideológicas.

Si partimos de la definición de monarquía (forma de estado en la que la jefatura se obtiene y se transmite de manera hereditaria), llegamos a la consideración de que cualquier otra forma de estado no ligada a una sucesión dinástica es una república. Con una caracterización tan vaga, ¿puede armarse un debate político serio y no simplista? Nadie sensato se consideraría republicano o monárquico sin una contextualización espacial y temporal precisas; nadie, con dos dedos de frente, preferiría vivir en la republicana Sudán antes que en la monárquica Dinamarca. O en la monárquica Arabia Saudí antes que en la republicana Italia. Y es que deberíamos empezar a desprender a ambos conceptos de las pátinas que se les presuponen (la república como un régimen democrático, la monarquía como una pervivencia de oscuras épocas pasadas), y a asumir que hay monarquías parlamentarias, pero también autoritarias (Marruecos) o absolutas (Catar), del mismo modo que hay repúblicas democráticas, de partido único (China) o teocráticas (Irán). Hay incluso repúblicas monárquicas, o monarquías republicanas, en las que las dinastías de tiranos se suceden en el poder (los Castro en Cuba, los Kim en Corea del Norte, los al-Ásad en Siria…). Tiranos sin corona y cetro, pero con más poder que cualquier soberano europeo.

En España no hay debate no sólo porque se trata de dos términos huecos; también porque nos hemos convertido en una sociedad pragmática que acepta lo que funciona, o más bien rechaza lo que no funciona, y las experiencias republicanas en nuestro país no inspiran más que a una minoría nostálgica de un pasado que ignora. Hemos asumido que, al igual que una nación tiene símbolos como el himno o la bandera, también la Jefatura del Estado puede ser simbólica y ligada a una dinastía histórica. Habrá quien piense que es absurdo que la genética sea quien designe la primera magistratura de la nación, pero podríamos objetar que no es menos absurdo organizar elecciones para un cargo igualmente simbólico y vacío de poder como es el de presidente de una república parlamentaria en la mayoría de países que tienen esa forma de estado. Tan decorativo y carente de poder es un monarca constitucional como el presidente de Italia, Alemania, Portugal o Israel, repúblicas en las que se vota un cargo sin funciones reales. Está además el hecho, como dijimos, de que la forma de estado republicana no garantiza que una dinastía no acabe perpetuada en el poder. Y sin acudir a los ejemplos citados de repúblicas dictatoriales como Cuba, Siria o Corea del Norte. Los Gandhi en la India, los Kirchner en Argentina, los Aquino en Filipinas o los Bush en los Estados Unidos han repetido presidencias democráticamente elegidas, pero impulsadas, qué duda cabe, por el peso de los apellidos.

¿Qué sentido tiene entonces insistir en un debate imposible al carecer los términos debatidos de un contenido completo? En España llenamos su vacuidad con nostalgias de pasados no vividos (ser republicano aquí se suele entender como republicano en el sentido de 1931 a 1933, o mejor de 1936 a 1939, y así no hay quien haga un debate político serio). Debe imponerse el pragmatismo y defender simplemente lo que es más beneficioso para cada nación. En la nuestra padecemos problemas de cohesión territorial no pequeños, y si la forma de estado monárquica contribuye a la estabilidad, con su carácter apolítico y su valor de símbolo de unidad y pervivencia históricas, no fomentemos tensiones y bandos (como el “bloque monárquico” cuya existencia postula Podemos) y trabajemos para hacer del nuestro un país más soportable.

Publicado en La Opinión de Murcia