Los úteros artificiales y el fin del aborto

El tema del aborto ha sido siempre un asunto controvertido. Sin embargo, puede que estemos cerca de resolver el conflicto moral que representa acabar con la vida de un feto humano en gestación (empecemos por erradicar el eufemismo “interrupción del embarazo”, puesto que interrumpir algo implica que se puede reanudar), gracias a que recientemente un grupo de investigadores del Hospital Infantil de Filadelfia han culminado el desarrollo de un útero artificial, que ya ha sido probado con éxito en otras especies de mamíferos.

Por centrar la cuestión: la dificultad para establecer el comienzo de la existencia de un ser humano de pleno derecho se debe al problema del esencialismo. Admitamos que un cigoto y un feto de, por ejemplo, seis meses son muy diferentes. Pero cuando una transformación ocurre de manera lenta y continua, sin saltos cualitativos, es imposible delimitar en qué momento se adquiere una determinada propiedad. Esto sucede, por ejemplo, en el proceso evolutivo. Las especies actuales evolucionaron a partir de otras anteriores y, sin embargo, nunca ha sucedido que un animal naciera de otro perteneciente a una especie distinta. Entonces, ¿en qué momento exacto dejó de existir una especie para pasar a ser otra diferente? No es posible determinarlo. Tampoco podemos fijar cuándo termina la infancia y comienza la adolescencia, ni podemos delimitar las distintas etapas del desarrollo embrionario para establecer en qué momento surge la condición de una vida humana (si no es en el mismo momento de la concepción), susceptible de ser protegida legalmente, incluso, frente a la propia madre gestante.

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El voto útil

A dos días de las elecciones, parece conveniente reflexionar acerca de los motivos que mueven a los votantes para decantarse por una u otra opción política (o por ninguna, que no olvidemos que votar es un derecho y no una obligación). Según algunos estudios, no elegimos lo que votamos, igual que no podemos elegir aquello en lo que creemos: las tendencias progresistas o conservadoras formarían parte de nuestra personalidad, y no las podríamos modificar fácilmente. Asimismo, la Psicología social demuestra que continuamente nos dejamos llevar por sesgos y atajos cognitivos para tomar decisiones rápidamente (lo que en determinados contextos evolutivos puede significar la diferencia entre la vida y la muerte), que luego intentamos justificar racionalmente. Para que nuestro voto responda a una decisión libre, racional y fundamentada solo podemos intentar informarnos de la manera más veraz y plural posible, y realizar un análisis sosegado y desapasionado de la situación política de nuestro país; algo de lo que muy pocos son capaces.

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Como lágrimas en la lluvia

Se han cumplido 40 años del estreno de Blade Runner, película que reflejaba, en los inicios de la informática, el miedo a que las máquinas llegaran a cobrar consciencia, y dotadas de unas capacidades superiores, pudieran suponer un peligro para la humanidad. Una vez llegados a la época en la que trascurre la película, me pregunto qué me habría resultado más extraño si, en aquel lejano 1982 en que siendo un adolescente la vi por primera vez, hubiera podido viajar en el tiempo hasta el momento actual.

Aparte de que la inteligencia artificial está aún lejos de emular las capacidades humanas, estoy seguro de que no habrían sido los adelantos técnicos los que me habrían causado mayor asombro, sino los cambios sociológicos que, aunque se fueron gestando mucho antes, no habríamos podido imaginar en aquella época. Ni siquiera diez años después, cuando España celebraba con orgullo el quinto aniversario del descubrimiento de América y, ante el final de la Guerra Fría, Fukuyama proclamaba El fin de la historia.

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Una nación de mancos

Imagen de Fernando Santiago, del Diario de Cádiz

Érase una vez una comunidad formada por ambidiestros, que convivían en armonía con personas diestras. Utilizaban ambas manos con igual destreza y las alternaban de forma inconsciente. Si, por ejemplo, un ambidiestro saludaba a otro ofreciendo su mano izquierda, este respondía alargando, igualmente, su mano izquierda; mientras que, si una persona diestra les tendía su mano derecha, la estrechaban con esa misma mano, como muestra de cortesía, y con la naturalidad de considerar a una mano tan propia como la otra.

Un día, un grupo de ambidiestros fanáticos extendieron la idea de que lo distintivo de su pueblo no era el dominio de ambas manos por igual, sino el ser zurdos, y que el uso de la mano derecha se debía a la imposición de los diestros. Además, aseguraban que estos constituían una amenaza, ya que, por su culpa, se podría perder la costumbre de usar también la mano izquierda. Al principio, dijeron que siempre permitirían el empleo de ambas manos, aunque se debía priorizar la izquierda para evitar que cayera en desuso. Pero, una vez en el poder, impidieron a los ambidiestros usar la mano derecha, y obligaron a los diestros a utilizar su mano izquierda (a pesar del sufrimiento que les ocasionaba), o bien a abandonar la comunidad.

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La trampa del peón

Muchos psicólogos se han planteado si se puede ser una persona normal y cometer crímenes horrendos, o si es posible ser una buena persona y colaborar por acción u omisión con la injusticia y la maldad. Como puso de manifiesto la filósofa Hanna Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén, subtitulado La banalidad del mal, sí se puede. Y como demostraron numerosos experimentos (como el de Milgran o el de Zimbardo) este comportamiento es, de hecho, el más habitual.

Eichmann fue un militar de las SS condenado a muerte por su colaboración en el genocidio judío durante el régimen nazi. Pero, al contrario de lo que cabría esperar, este sujeto no era una mente perturbada que disfrutara con el sufrimiento ajeno. Ni siquiera se consideraba antisemita. Simplemente, fue un eficaz cumplidor de su deber; un capataz que cumplía órdenes con gran eficacia, sin cuestionarse la validez ética de las mismas. Pero sin llegar a tal extremo, es fácil comprobar que muy pocas personas se cuestionan la validez ética de sus acciones, y que una gran mayoría estaría dispuesta a colaborar con una injusticia, amparándose en la coartada psicológica de que ellos no son los responsables, sino meros cumplidores de las órdenes de sus superiores (lo que en psicología social se denomina “la trampa del peón”).

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