Anda
la comunidad educativa, y la política también, revuelta a causa del
llamado pin parental, que es una herramienta que permite decidir a
los padres si quieren que sus hijos asistan a determinadas charlas
que tratan temas extracurriculares, a menudo controvertidos, y que
son impartidas por personas ajenas a las plantillas docentes de los
centros educativos. El actual gobierno de España considera que esta
herramienta constituye una ilegítima intromisión de los padres en
la planificación de las actividades complementarias realizadas por
los colegios, y ha recurrido a los tribunales para intentar que se
retire en los pocos sitios en los que, como la Región de Murcia, ha
sido implantado recientemente.
Es
una nueva batalla por decidir si prevalece el derecho de los padres a
que sus hijos sean educados de acuerdo con sus convicciones morales,
o se impone la potestad de los poderes públicos para decidir la
forma más conveniente de instruir a los niños y jóvenes. Pero a
este problema de fondo se añade el hecho controvertido de que este
tipo de charlas son impartidas, a menudo, por asociaciones que viven
de difundir su ideología gracias a las subvenciones públicas.
Resulta
que Alfonso Guerra se ha atrevido a decir que el rey estaba desnudo,
y toda la izquierda se ha desgarrado las vestiduras ante semejante
traición. ¡Quién podía imaginarse que el vicesecretario del
partido socialista durante los años gloriosos del socialismo era, en
realidad, un fascista camuflado y un machista partidario de la
violencia contra las mujeres!
Por
supuesto, la reacción no ha sido tan virulenta como lo ha sido con
otros que se han atrevido a decir lo mismo (a fin de cuentas, Guerra
es “uno de los nuestros”). Pero los colectivos más próximos a
su ideología se han escandalizado porque uno de los suyos haya
cuestionado uno de los dogmas oficiales de la izquierda.
¿Cómo
se atreve uno de los líderes históricos de un partido de
izquierdas, que presume de ser progresista y feminista, a decir que
la Ley Integral de Violencia de Género es anticonstitucional? Muy
sencillo: porque lo es. Lo saben los líderes del PSOE, de Podemos y
de los demás partidos políticos, lo sabe el Tribunal
Constitucional, lo saben todos los periodistas y lo saben las
organizaciones feministas. Lo sabe, de hecho, cualquier persona con
un mínimo de formación. Pero hay que fingir que no, para evitar ser
señalados con el iracundo dedo delator de fascistas.
Pero
si es algo tan obvio, ¿por qué extraña razón se ha logrado un
consenso tan amplio que abarca desde Podemos al PP, pasando por el
PSOE y Ciudadanos, y por casi todos los medios de comunicación y
asociaciones de todo tipo para fingir que no lo es?
En
algún momento entre hace 70.000 y hace 30.000 años se produjo en el
cerebro de los seres humanos una revolución cognitiva que permitió
la adquisición de un pensamiento abstracto y de un lenguaje
simbólico. Esta transformación daría lugar, asimismo, al
desarrollo de la literatura oral, el arte y la religión. La
tendencia a creer en algo trascendente permitió a los seres humanos
colaborar en grandes grupos, que mantenían su cohesión debido a la
creencia en unos mitos comunes, y contribuyó al bienestar de los
individuos, mejorando sus posibilidades de supervivencia.
Pero
el modo de vivir la religión fue evolucionando paralelamente al
desarrollo cultural de las sociedades humanas. Así, los
cazadores-recolectores del Paleolítico practicaban religiones de
tipo animista, reverenciando los elementos naturales; el hombre
neolítico veneraba a la diosa que fertilizaba los campos y hacía
posible el ciclo agrícola; y los habitantes de las primeras ciudades
rendían culto a un panteón de dioses, cada uno asignado a un ámbito
concreto de la vida.
El
desarrollo de la filosofía en Grecia constituiría el primer intento
sistemático de explicar la realidad en base a métodos estrictamente
racionales, y la Revolución Científica y la Ilustración
extendieron la idea de que el conocimiento debía reemplazar a la
Revelación como guía para el comportamiento del ser humano.
En
la actualidad, la práctica religiosa parece hallarse en claro
retroceso en la mayoría de los países occidentales, si atendemos al
número de fieles que participan en los cultos religiosos
tradicionales. Sin embargo, un análisis más detallado demuestra la
existencia de creencias fuertemente implantadas que comparten con la
religión tradicional el deseo de pertenencia y el anhelo de
trascendencia, si bien prescinden de Dios y sacralizan otro tipo de
ideas. Así, algunos que se consideran no creyentes abrazan diversas
formas de misticismo oriental, sustituyendo la oración o coloquio
con un dios personal por técnicas de meditación trascendental, en
las que, paradójicamente, de lo que se trata es de no meditar sobre
nada, dejando la mente en blanco; y la noción de justicia divina se
transmuta en un karma justiciero que igualmente premia a los
buenos y castiga a los malos. Otros desarrollan una especie de
panteísmo, en el que la naturaleza es reverenciada como una
divinidad (que puede llamarse Gaia o madre Tierra), pero en el
que igualmente subyace la idea de que el ser humano puede ser
expulsado del paraíso terrenal por culpa de sus malas acciones. Por
otro lado, los hay que rinden culto a la ciencia como nueva religión,
confiando sus cabezas criogenizadas a la futura victoria del
conocimiento científico sobre la propia muerte. Otros, sin embargo,
de lo que reniegan es de la ciencia académica y abrazan las
pseudociencias, hasta el punto de sustituir la quimioterapia por los
jugos de frutas, las recomendaciones nutricionales del pediatra por
un veganismo tan bien intencionado como peligroso para sus hijos, y
las vacunas por la confianza ciega en que el organismo sabrá
defenderse por sí solo de los patógenos, sin caer en las artimañas
de las malvadas farmacéuticas.
El
gobierno regional va a destinar 3,5 millones de euros a promocionar
las carreras de ingenierías entre las chicas ya que las mujeres se
empeñan, mayoritariamente, en elegir Grados como Enfermería,
Magisterio, Veterinaria o Farmacia (en los que representan entre un
65 y un 80% de los estudiantes). Los chicos, por el contrario, se
decantan en mayor medida por las Ingenierías, Ciencias del Deporte o
Informática (donde son entre el 75 y el 85%). Curiosamente, a nadie
se le ha ocurrido aumentar la presencia masculina en la Universidad,
ya que los hombres constituyen el 40% de los estudiantes. La premisa
de la que parten los responsables del gobierno es que estas
diferencias no pueden deberse a las preferencias naturales de unas y
otros, sino que se debe a los condicionamientos culturales. Y así
como algunas feministas proponen imponer a las mujeres determinadas
cuestiones, asumiendo que si se les deja elegir optarán por lo que
menos les conviene, los políticos han decidido abrir los ojos, con
nuestro dinero, a tantas chicas que eligen erróneamente lo que
quieren estudiar.
El
problema de fondo consiste en creer que el ser humano es una página
en blanco cuando viene al mundo, y que su personalidad se configura,
únicamente, a partir de la influencia cultural del entorno en el que
crece, negando que exista ninguna diferencia biológica entre los
comportamientos masculino y femenino. Consideran que si las niñas
eligen jugar con muñecas y los niños con coches es porque están
sometidos, desde que nacieron, a la presión de una sociedad machista
que tiene decidido de antemano aquello en lo que deben convertirse. Y
cuando son mayores, si una chica elige estudiar Medicina o Filología,
o se decanta por realizar un módulo de peluquería o de guardería,
y un chico opta por matricularse en Ingeniería Industrial o
Informática, o decide hacerse militar o policía, o cursar un módulo
de mecánica, no es porque lo quieran así; simplemente, responden al
lavado de cerebro al que les han sometido desde que nacieron.
Aquellas chicas que inician un Grado en telecomunicaciones son
heroínas que se han rebelado contra el opresor sistema; los niños
que se hacen peluqueros son errores de la maquinaria de modelado de
conducta que no ha conseguido transformarlos, de manera efectiva, en
amantes de la grasa en el mono azul o de la programación de
ordenadores.
Que
en las decisiones humanas intervienen no solo factores racionales, es
algo de lo que no cabe duda. Pensemos en el siguiente dilema: en un
concurso, Usted dispone de 100.000€ que puede repartir como estime
oportuno con otro concursante: puede dárselo todo, o la mayor parte,
a él; puede repartirlo en proporciones iguales; o bien puede
quedárselo todo, o la mayor parte, Usted. El problema es que, una
vez realice su oferta, ya no podrá modificarla, y entonces será el
otro participante el que decida si la acepta o no. En caso de no
aceptarla, ambos se quedarán sin nada. ¿Qué cantidad ofrecería al
otro concursante? Está claro que lo más sensato es ofrecerle una
cifra lo suficientemente sustanciosa para que no pueda rechazarla,
pero que le garantice a Usted el máximo beneficio. No obstante, si
su oponente fuera una inteligencia artificial, está claro lo que
debería hacer para asegurarse la máxima ganancia: ofrecerle 1€ y
quedarse Usted el resto. Analizada la oferta desde un punto de vista
estrictamente racional, un ordenador llegaría a la conclusión de
que 1€ es mejor que nada, por lo tanto, la aceptaría sin dudarlo;
es pura matemática: 1>0. Pero si le ofreciera dicho trato a un
contrincante humano, se quedaría sin un céntimo.
Las personas basamos muchas de nuestras decisiones en aspectos
emocionales y no solo racionales. Si a una persona le ofrecen un
reparto tan desigual, se sentirá ofendido y preferirá rechazarlo
antes que sentirse insultado de esa manera. En este caso, la cuestión
se dirime en un plano emocional: un trato tan injusto solo puede
provenir de una mala persona o de un enemigo. Si el otro es mi
enemigo, el análisis deja de realizarse en un plano de ganancias y
pasa a estimarse en el de pérdidas: negándome a aceptar su oferta,
él pierde más que yo; así de sencillo. Prefiero quedarme sin nada,
si el que me cae mal pierde aún más. Este tipo de cálculos podría
poner en evidencia, de forma mucho más grotesca, la miserable
condición de la naturaleza humana. Pensemos en el siguiente trato:
por cada bofetada que alguien se pegue a sí mismo, su mayor enemigo
recibirá tres. ¿Se imagina cuánta gente se golpearía hasta perder
el conocimiento?