La nación no existe, ¿o sí?

Christophe Gowans Illustration

Al igual que determinadas estructuras corporales permanecen en nosotros como órganos vestigiales que ya no cumplen ninguna función biológica, algunos comportamientos instintivos, seleccionados evolutivamente porque en un pasado cumplieron una importante función adaptativa, persisten en nosotros como una onerosa herencia que dificulta nuestra convivencia actual. Este es el caso de las emociones que subyacen bajo el sentimiento nacionalista. El modo instintivo en que concebimos a los más próximos como un “nosotros” que se opone a un “ellos” fue útil para la supervivencia de los grupos humanos; pero actualmente amenaza la estabilidad política en muchos países y dificulta la construcción de entidades supranacionales, como se ha visto recientemente con el Brexit.

Los movimientos separatistas no constituyen un problema de convivencia exclusivo de España. Por el contrario, se da en casi todos los países del mundo (hasta en Estados Unidos existen movimientos ciudadanos para impulsar la secesión de varios Estados). Así, hay regiones que quieren independizarse del país al que pertenecen, comarcas que quieren separarse de su región, municipios que aspiran a formar una comarca y pedanías (o barrios) que quieren constituirse como municipios. Precisamente esta es la razón por la que las autoridades europeas se muestran tan reacias a realizar cualquier concesión a los nacionalistas: si Cataluña se independizara, se abriría la espita para que el fenómeno se extendiera como la pólvora, dando lugar a una balcanización de Europa. Además, enseguida surgirían movimientos disgregadores dentro de los nuevos mini-estados, y acabaríamos por volver a establecernos en aldeas independientes, como al comienzo del Neolítico. Continuar leyendo “La nación no existe, ¿o sí?”

El tranvía del interés general

El llamado dilema del tranvía es un experimento mental que plantea la siguiente situación: un tranvía sin frenos se dirige hacia un lugar donde se encuentran diez personas, que van a morir atropelladas. No obstante, podemos accionar un mecanismo que dirigirá el tranvía hacia otra vía donde solo hay una persona. ¿Qué deberíamos hacer?

Existen numerosas variantes de este dilema, como la que propone lanzar a un hombre obeso, que observa desde un puente, para detener el tren. Si bien mucha gente considera lícito desviar el tranvía, matando a una persona para salvar a varias, pocos consideran moralmente aceptable empujar a alguien desde el puente. La clave parece encontrarse en que en un caso lo que hacemos es desviar el tranvía, y la muerte de una persona es solo una consecuencia indirecta de nuestra acción. Pero no parece que exista una diferencia sustancial: en ambos casos alteramos el devenir de los acontecimientos para salvar a varias personas, a costa de un inocente. Continuar leyendo “El tranvía del interés general”

La situación es desesperada, pero no grave

Un Boeing 747, con quinientos pasajeros a bordo, ha perdido el control y cae en picado hacia el océano. El comandante, un piloto experimentado con miles de horas de vuelo a sus espaldas, lucha por hacerse con el control del aparato. La situación es desesperada; sólo la pericia de la persona que está a los mandos podría evitar el desastre. En el centro de control del tráfico aéreo lo saben. Allí están reunidos los mayores expertos del país pensando de qué modo pueden ayudar al comandante. Desde el ministerio de Fomento se da la orden de que se haga lo necesario para evitar la catástrofe. Algunos creen que el problema está en uno de los motores, otros piensan que el problema es electrónico. Pero saben que desde la torre de control poco se puede hacer, salvo confiar en el piloto; todos contienen la respiración. De repente, el máximo responsable del tráfico aéreo, aunque nunca ha pilotado una aeronave, encuentra la solución. ¡Cómo no se le había ocurrido a nadie antes! Estaba al alcance de la mano y no la veían. La mejor ayuda que se puede ofrecer es poner al piloto a evaluar doscientos ítems sobre seguridad aérea, mientras intenta evitar la tragedia. Todos gritan alborozados y se abrazan, el júbilo se apodera de la sala de control. Alguien descorcha una botella de cava. Al otro lado del teléfono, el ministro respira aliviado. Continuar leyendo “La situación es desesperada, pero no grave”

La letra con tablet entra

Cada poco tiempo vuelve a estar de actualidad la Educación. Y nuevamente, los diferentes sectores implicados esgrimen sus argumentos para solucionar el problema de la escasa excelencia de nuestro sistema educativo. Se compara el actual con los anteriores, el de otros países con el nuestro, el de unas comunidades autónomas con otras; se critica la falta de inversión en Educación o se achaca el fracaso educativo a los cambios sociales. Algunos ponen el acento en la masificación de las aulas o en la pérdida de la disciplina; otros, en la ausencia de medios tecnológicos suficientes o en el propio diseño curricular de las distintas etapas educativas.

Hay quien sugiere metodologías basadas en el aprendizaje cooperativo y por proyectos, o en la potenciación de las inteligencias múltiples. Los más audaces proponen cambios drásticos: currículos flexibles según los intereses del alumno, eliminación de las aulas, los libros y los exámenes. Hay muchas propuestas, pero no nos ponemos de acuerdo en cuál es la mejor solución.

Si repasamos los sistemas educativos con los que han estudiado los españoles actuales, podemos distinguir tres grandes etapas: hasta que se aprobó la Ley General de Educación (en 1970) las Humanidades eran las grandes protagonistas, pero la formación en Ciencias era insuficiente; con la instauración de la EGB y del BUP quizá se logró el mejor sistema educativo que hayamos tenido, salvo en lo que se refiere a la enseñanza de idiomas; la tercera etapa, que se inaugura con la LOGSE, tuvo de positivo que la enseñanza obligatoria se extendió hasta los 16 años, pero empeoró todo lo demás. Continuar leyendo “La letra con tablet entra”

Nacionalismo e instinto

Si analizáramos la fisonomía de nuestras ciudades con criterios estrictamente funcionales y de acuerdo con las necesidades actuales, no entenderíamos por qué su casco antiguo presenta un trazado irregular de calles estrechas, en vez de grandes avenidas rectas. Pero las ciudades son el resultado de un lento proceso de modificación de estructuras preexistentes para ajustarlas a las necesidades que han ido surgiendo a lo largo de los siglos, reutilizando los espacios y materiales previos. Es mucho más fácil urbanizar un barrio de nueva creación que remodelar uno antiguo para hacerlo más funcional, igual que para un arquitecto es mucho más sencillo diseñar un edificio nuevo para albergar un museo (como hizo Calatrava en la Ciudad de las Artes de Valencia) que reutilizar uno antiguo (como hizo Moneo con el Museo del teatro romano de Cartagena). Pero no siempre es posible; la mayoría de las veces hay que modificar lo que ya existe.
Esto sucede, también, con nosotros mismos. Nuestro cuerpo y nuestra mente son el resultado de un largo proceso evolutivo que comenzó hace casi 4.000 millones de años, cuando apareció en nuestro planeta la primera forma de vida. En conjunto, nuestro organismo constituye un maravilloso prodigio de diseño funcional. Pero también encontramos en él estructuras inútiles, como el apéndice, a las que llamamos órganos vestigiales; otras que se han tenido que adaptar a un uso distinto de aquel para el que se formaron, como la columna vertebral; y otras poco prácticas, como la faringe, la cual utilizamos tanto para comer como para respirar, dando lugar a la posibilidad de atragantarnos (cualquier ingeniero habría diseñado una vía distinta para la entrada del aire y la del alimento, lo que permitiría tragar y respirar a la vez). No todo es perfecto; como dijo socarronamente un biólogo, ¿qué arquitecto habría diseñado una ciudad en la que la zona de recreo estuviera junto a la de evacuación de residuos? Continuar leyendo “Nacionalismo e instinto”