No
es novedad para nadie que durante estos últimos tiempos estamos
asistiendo a un empacho de informaciones que tienen como eje central
el llamado cambio climático.
Otro
de los nuevos dogmas del pensamiento actual que presenta bastantes
lagunas, con aspectos discutidos y discutibles, como era el concepto
de España para ese gobernante socialista de hace pocos años.
Discutido:
hace unos años se llamaba calentamiento global y ahora lo llaman
cambio climático en su versión light y apocalipsis climático
en su versión heavy, pero, como no saben si subimos o
bajamos, lo del calentamiento ha desaparecido del enunciado.
Además, el clima en la Tierra siempre ha ido cambiando a lo largo de
su historia, véase las glaciaciones, el nombre de Groenlandia cuando
se descubrió (tierra verde) o la pequeña edad de hielo que hubo en
los siglos XVII-XVIII, y así muchos más hechos que corroboran que
el clima en nuestro planeta es dinámico.
El
día 23 de junio se publicó en el diario El Mundo una carta de una
chica de 13 años sobre nuestro sistema educativo. Lo increíble no
es el fondo, que también lo es, sino que se le dé tanta importancia
a las opiniones de una alumna que por edad debe estar en 2º ESO,
como para publicarla en un medio que se tiene por serio. Hay algunas
frases memorables: “nos duele que a los menores no nos toman en
serio” y “Que solo por haber existido en este mundo menos tiempo
que los adultos, tomen todas nuestras ideas como equivocadas”, y
luego concluye con la mamarrachada habitual que los profesores
estamos hartos de oír “Es
vergonzoso pensar que vivimos en una sociedad en la que para
“aprender” debemos estar seis horas diarias sentados, escuchando
a un profesor o una profesora leer teoría de un libro para que los
alumnos se lo memoricen y luego lo vomiten todo en un examen”.
Si
aceptamos como buenos estos argumentos, hay que concluir que sobran
todas las facultades de Pedagogía, que hay que cerrar todos los
Centros de Profesores y Recursos y que por supuesto, hay que abrir la
tumba de Piaget para enterrar ahí todos sus libros y a todos sus
sucesores.
Si
una niña de doce años es capaz de darnos lecciones sobre lo que
tenemos que hacer en un campo tan complejo como es el educativo, eso
tiene que ser pan comido: no hace falta estudiar nada o casi nada.
Desde
que tengo uso de razón la mayoría de elecciones que ha habido en
España han sido calificadas como históricas por los medios de
comunicación. Ese afán por dramatizar estos procesos ha sido hasta
ahora meramente retórico. Sin embargo, me parece que las próximas
elecciones del 28 de abril, sí que pueden ser definidas con
propiedad como históricas.
Ni
el feminismo, ni el cambio climático, ni el derecho a la vida, ni la
enseñanza, ni ningún otro tema parecen importantes frente al mayor
peligro que tiene planteado nuestra nación, que no es otro que la
unidad. No me corresponde a mí hacer aquí de historiador, pero lo
que tengo claro es que España como nación no es un concepto
discutible.
A lo
largo de los siglos han ido sucediéndose por nuestro suelo
civilizaciones que han ido haciendo sus aportaciones para cuajar en
uno de los primeros estados-nación de Europa en la época de los
Reyes Católicos con unas fronteras que se han conservado casi
inalteradas desde entonces. La Constitución de 1812 establece un
hito esencial en el desarrollo de la nación española. El artículo
3 proclama: “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y
por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de
establecer sus leyes fundamentales”. Por tanto, a partir de este
momento y a pesar de los retrocesos durante el siglo XIX debido a la
resistencia absolutista, la soberanía deja de residir en la Corona
para pasar a residir en el pueblo español. Y luego, la Constitución
de 1978, también deja muy claro en su artículo 1.2 que “La
soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los
poderes del Estado”.
En estos navideños días en que los cristianos celebramos el nacimiento de Jesús, he vuelto a releer una entrevista que le hicieron a Jean Marie Lustiger, cardenal arzobispo de París, ya fallecido hace pocos años y converso al cristianismo desde el judaísmo durante la Segunda Guerra Mundial.
En esa entrevista Lustiger plantea que cuando la Iglesia dice que hay que ayudar a los demás recibe un aplauso generalizado; que cuando habla de los principios que deben regir la economía, hay diversidad de opiniones y que, finalmente, cuando habla de sexualidad la crítica es inmisericorde. Pues bien, lo que la Iglesia enseña desde hace veinte siglos es un todo, no se pueden ocultar unas partes y primar otras, porque el todo se resiente. Chesterton decía en su libro El espíritu de la Navidad que si el Evangelio no suena a detonación no se ha pronunciado nunca.
Durante estos últimos tiempos hemos asistido a una Conferencia sobre el Cambio Climático en el Vaticano en noviembre, en el que el economista Jeffrey Sachs tuvo el valor de equiparar sus medidas para combatirlo con los diez mandamientos. La Iglesia tiene suficientes argumentos teológicos para hablar de la protección del medio ambiente, como se puede ver en las encíclicas Caritas in Veritate de Benedicto XVI o Laudato Si del actual PapaFrancisco; y también de la inmigración, sin necesidad de acudir a la retintín y a la descalificación. El caso es que, tal como anunciaba Lustiger, las opiniones escuchadas hasta ahora en estos temas generan el aplauso de los poderes de este mundo. Entendiendo aquí por poderes del mundo tanto en términos evangélicos cuanto el sentido en el que aparecen y actúan en la novela de ciencia-ficción distópica a que ha aludido el Papa Francisco en diversas ocasiones, El Señor del mundo, de Robert Hugh Benson. El caso es que tales ideas han tenido buena acogida en poderes como la ONU, grandes fortunas, políticos ‘mainstream’, los que desde hace un tiempo abogan por un gobierno mundial que dirija nuestras vidas al estilo de las sociedades descritas por George Orwell en 1984 y Aldous Huxley en Un mundo feliz. Continuar leyendo ““Culture Wars” y ortodoxia”
El desastre educativo español actual arranca, desde mi punto de vista, desde la LOGSE promulgada en 1990. Hasta ese momento, hubo una sorprendente continuidad desde la Ley Moyano de 1857 y las leyes de educación posteriores, incluida la Ley General de Educación de 1970, con las actualizaciones necesarias para adaptarlas a cada época histórica. Con la LOGSE se rompe esa continuidad ya que se modificaron aspectos
sustanciales, como la fusión de las redes de institutos de Bachillerato y de Formación profesional, así como, la más importante, sin duda, que los alumnos podrían pasar de curso por edad y no por la adquisición de conocimientos: lo importante no era que supieran lo mismo que sus compañeros de pupitre sino que en el recreo jugaran con los de su misma edad. Y así desembarcó el igualitarismo en la escuela: que estén juntos los
de igual edad, aunque sus conocimientos no sean los mismos. ¿A alguien le extraña que con esos cimientos hayamos llegado a un derrumbe del saber de los alumnos españoles sin precedentes? Continuar leyendo “Entre la grandeza y la burocracia”