
Hace diecinueve años, el atentado de las Torres Gemelas cambió cómo entendíamos el mundo en el cauce de la globalización. La humanidad se congregaba como espectador común ante la retransmisión de un acontecimiento que ponía en evidencia la vulnerabilidad. Mientras cientos de personas se precipitaban al vacío entre los colosos del comercio mundial, se desmoronaba la esperanza de un nuevo siglo sin las masacres del anterior. Nuestra aparente sensación de seguridad se evaporaba tan rápido como en la película Funny Games de Haneke. Un límite a nuestro mundo cambiaba nuestra forma de entenderlo y de relacionarnos. No sólo en lo geopolítico, también en lo individual. Todos pasamos a ser potenciales terroristas a los que cachear al subir a un avión.
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