La paternidad es una etapa única, maravillosa. Pero, como casi todo, también tiene sus daños colaterales. Inevitablemente nos va a cambiar. ¿El matrimonio? No tiene por qué. ¿Ser padre? Definitivamente, sí. Más o menos. A mejor o a peor. Antes o después. Pero nos va a hacer diferentes de aquel cada vez más desconocido y lejano “yo sin hijos”.
Aunque mi pequeño Javier me sirve para engañarme e intentar justificar esas canas y kilos que han aparecido por arte de magia, el cambio, como la procesión, se lleva por dentro. Ahora, entre pañal y biberón, siesta y paseo, lavadora y recoger la casa, a veces, cuando me queda batería (y ganas), hago un poco de introspección y me doy cuenta que desde que firmé este contrato indefinido mi vida ha cambiado mucho.
Mi nuevo yo se siente afortunado cuando duerme más de cuatro horas seguidas. Ya no padece de envidia sana cuando ve un deportivo de lujo, sino que automáticamente piensa en el espacio del maletero. Ya no busca Estrellas Michelín, sino restaurantes con zona infantil y sufre de atención selectiva involuntaria para encontrar 2X1, segunda unidad al 70% u otras ofertas de la categoría “cosas de bebé”.
Continuar leyendo ““¡Oh, capitán, mi capitán!””