La televisión ocupa un papel esencial en nuestros hogares. Forma parte del imaginario doméstico y hasta se ha convertido en el rey de la casa. Pantalla prodigiosa que reproduce todo cuanto puede ser captado y permite tele-evadirnos y tele-transportarnos a lugares, situaciones o personas que interpelan la distinción entre la ficción y la genuina realidad.
Vivimos en la era de la comunicación (o de la incomunicación, según se mire), en la aldea global de la sobreinformación (o de la desinformación) donde las imágenes se han convertido en un bien de uso y consumo, en un producto que nos permite estar interrelacionados e interconectados con cualquier asunto de cualquier lugar.
Consumimos televisión de manera compulsiva, ya sea para distraernos, sentirnos acompañados o satisfacer nuestros egos, sin cuestionarnos apenas la veracidad de lo que vemos y la finalidad ideológica de los magacines, reality show, talk show o series que se emiten, muchas veces dirigidos por políticas televisivas sensacionalistas dependientes de índices morbosos de audiencia.
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