Maternidad postergada

La maternidad tardía o postergada es un fenómeno en alza gracias a que hemos aumentado nuestra esperanza de vida y a que los avances científicos, médicos y tecnológicos posibilitan gestar a edades cada vez más avanzadas. Sin embargo, la decisión de retrasar al máximo la maternidad, aunque para muchos suponga un gran progreso humano, suele estar condicionada por circunstancias personales o por situaciones de inestabilidad laboral, precariedad económica o estilos de vida que dificultan la concepción y la crianza de hijos. Circunstancias que, unidas a la exigencia de compatibilizar la carrera profesional y la organización laboral con la vida familiar, suponen un serio obstáculo para poder ser madre a edades más tempranas, justamente cuando el reloj biológico marca el nivel de la plenitud, de lo idóneo o de lo funcionalmente recomendable.

Ser madre primeriza por encima de los 40 años, o incluso a edades más elevadas, llegando incluso a estados postmenopáusicos, por encima de los 50 o 60 años, es un reto al que muchas mujeres se enfrentan hoy día. Además de los riesgos obstétricos asociados a la maternidad tardía; diabetes gestacional, hipertensión arterial, anomalías cromosómicas,… Ser madre a partir de esas edades resulta más problemático e incluso traumático cuando se constata que resulta fisiológicamente imposible o cuando se interpreta como un error de planificación cronológica el no haber sido madre antes o, peor aún, cuando se vivencia como un fracaso personal. Tanto es así, que cuando no se logra un embarazo de manera natural, se buscan otras alternativas para la búsqueda del hijo (adopción nacional o internacional, fecundación in vitro, maternidad subrogada o subrogación uterina, etc.) o, sencillamente, por duro que cueste asumirlo, se renuncia a ello.

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Sufrimiento empático

El ser humano está sometido a muchas limitaciones. Nos sabemos frágiles, vulnerables. Y con capacidad de sufrir y de hacer sufrir.

El sufrimiento, personal o ajeno, provoca en nosotros respuestas que van del agobio al estrés pasando por la sensación de impotencia. La actitud con la que nos enfrentamos al sufrimiento es una cuestión que depende fundamentalmente de nuestra personalidad, de nuestra educación cultural y de nuestra libertad.

Hay quienes consideran que se tolera mejor el sufrimiento propio que el de los demás. De hecho, ver a nuestros semejantes padecer algún tipo de dolor físico, emocional o social, puede producir en nosotros una sensación empática de apropiación que nos hace vivir su sufrimiento como si fuera nuestro, sobre todo cuando el que sufre es un ser querido o cuando el otro es, en palabras del filósofo y médico norteamericano Tristam Engelhardt, un cercano moral, que conoces y ves, y no un extraño moral, a quien desconoces o cuya existencia no afecta en nada a la nuestra.

El sufrimiento ajeno nos sitúa en una posición de espectadores que nos invita a reflexionar sobre nuestra acción o inacción ante el mismo. Puede suponer, para nosotros, una recreación de la experiencia que padece el otro que nos haga posicionarnos de manera indolente o doliente frente a dicho mal ajeno. En definitiva, el sufrimiento del otro produce una gran paradoja en nuestro interior. Por una parte irremediablemente nos afecta pero, por otro lado, tenemos la posibilidad de poder gestionar el nivel de afectabilidad que este puede provocar en nosotros.

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Aceptación y libertad

La aceptación y el rechazo social condicionan muy mucho nuestra manera de ver y estar en la vida. El juicio de los demás contribuye notablemente a la integración social, al crecimiento personal, y, por ello, a la propia estabilidad emocional, al desarrollo de la autoestima y al uso de nuestra libertad.

Es un hecho que necesitamos sentirnos importantes y parece que sabernos alguien para los demás, de sentirnos aceptados y aprobados por los demás, es el modo habitual en que los seres humanos satisfacemos esta necesidad, pagando un alto precio por esta servidumbre.

Esta obviedad, derivada de nuestra condición de seres sociales, está sometida a la misma ambigüedad que es el signo de lo humano, siempre en tensión entre la grandeza y la miseria, entre la gravedad y la gracia, como invoca la obra de Simone Weil.

Por un lado, nos vemos como hijos de la Ilustración que pisan fuerte, que construyen mundos y conquistan universos. Y algo de eso hay. Pero no es menos cierto que nos define más la vulnerabilidad y la debilidad que la autosuficiencia ególatra: basta, a veces, un comentario peyorativo o un “no me gustas” en las redes sociales y nuestro ego automáticamente se desinfla.

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¡Hikikomorismo! No, gracias

En un mundo global no es extraño que productos y servicios, usos y costumbres, se extiendan y arraiguen en partes geográficas muy lejanas a su lugar de origen. Del País del Sol Naciente nos llega el fenómeno del hikikomori, nada menos. Y en formato de síndrome, cuando no de pandemia, que impone más todavía.

La creciente adicción a las pantallas afecta a todos: desde los más pequeños hasta los más mayores. Y se salda con enorme dedicación de tiempo que va acompañada de entretenimiento y compañía virtual, junto a aislamiento social y soledad personal reales. Y, como es sabido, la soledad no tiene buena prensa.

No obstante, la experiencia humana de la soledad tiene una doble cara. Hay soledades buscadas, como esas de las que iba y venía Lope de Vega cuando quería estar consigo retozando en sus pensamientos. Es cosa seria y querida esa soledad sonora que recrea y enamora. Pero hay también otras. Soledades indeseadas o impuestas que se sufren como un mal, que hacen daño y atormentan. Continuar leyendo “¡Hikikomorismo! No, gracias”

La vida padre con las células madre

Las células troncales humanas, conocidas popularmente como ´células madre´ representan hoy día un filón científico y terapéutico realmente excepcional aunque su uso y obtención no están exentos de problemas médicos y jurídicos, sobre todo las que proceden de embriones humanos.

No faltan quienes piensan que, puesto que su uso puede ser la panacea de la medicina regenerativa, no hay más que hablar: nada de enredarse con cuestiones éticas, que vamos a lo que vamos. En esta línea, están proliferando clínicas que publicitan tratamientos milagrosos para patologías diversas (cáncer, diabetes, fracturas óseas, lesiones coronarias, paraplejias, Alzheimer, Parkinson, etc), antienvejecimiento o simples retoques estéticos. Parece que lo mismo valen para un roto que para un descosío y gracias a ellas nos cabe esperar una gran y larga vida: la vida padre gracias a las células madre, vamos.

Cuando digo ´simples retoques estéticos´ no pretendo quitarle importancia a la estética, ni mucho menos. Tampoco procede rebajar la ética, que está muy feo desvestir a un santo para vestir a otro. Y si la estética tiene que ver con cómo nos vemos y cómo nos ven los demás, la ética tiene que ver con qué hacemos y cómo somos. La cuestión ética se plantea porque sabemos que no todo lo que es (técnica o científicamente) posible es tolerable. En el caso que nos ocupa, el debate ético se plantea porque parece que hay ventajas (quizá no tantas ni tan milagrosas como dice la publicidad de las farmacéuticas) pero hay que trastear el embrión humano que es siempre asunto delicado. Continuar leyendo “La vida padre con las células madre”