Algunos dicen que votamos porque los políticos son incompetentes y no saben hacer su trabajo. Otros porque no quieren ponerse de acuerdo. Y casi todos coincidimos en que son demasiadas elecciones en poco tiempo. Y qué lástima de “perras” y de tiempo invertido en campañas electorales que se suceden con obscena normalidad como si se tratara de una nueva edición de Gran Hermano. Si yo fuera progresista contaría cuántos comedores sociales o becas de estudios podrían mantenerse al año con lo que cuestan unas elecciones. Si no lo hacen es porque en esta ocasión la pelota estaba en el tejado de la izquierda.
Al margen de opiniones, hay hechos incontestables que no deben pasarse por alto. El primero es la ineficaz ley electoral que padecemos en España y que algún día sabremos por qué no hay interés en debatirla y menos en cambiarla. El segundo es esta concatenación de acontecimientos: El Partido Popular gana las elecciones generales el 20 de diciembre de 2015 obteniendo 123 diputados en el Congreso por 90 del PSOE, seguidos de Podemos y Ciudadanos con 42 y 40 escaños respectivamente. Los números no dan al partido ganador para garantizar la investidura ni mucho menos para conformar una mayoría estable de gobierno. Por tanto, se pide al PSOE que al menos se abstenga en la investidura, siendo la respuesta nones. Seis meses después, otras elecciones generales con 137 diputados para el Partido Popular y 85 para el PSOE. La aritmética sigue siendo insuficiente y en esta segunda ocasión, previa dimisión de un Pedro Sánchez al que la realidad le da urticaria, una mayoría de diputados del PSOE se abstienen para que esta vez sí haya gobierno en España.
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