Si muchos tiranos muertos y enterrados pudieran darse una vuelta por nuestras sociedades de hoy quedarían maravillados ante los últimos avances de su especialidad. Resulta que no hacía falta reprimir, oprimir ni suprimir la libertad de sus paisanos. Lo que hacía falta era pregonarla como valor absoluto. Tampoco era necesario usar el casposo recurso del “amor a la patria” y los valores que encarnaba tu raza, tu tradición y tu cultura. Era mucho mejor idolatrar al individuo, colocarlo en un pedestal, reconocer que no había nada por encima ni de éste ni de su libertad y entonar juntitos de la mano loas a grito “pelao” por el progreso, la fraternidad y la multiculturalidad. ¿Que a dónde voy a parar? Comprueben ustedes mismos.
Resulta que las legislaciones de las sociedades más avanzadas protegen contra viento y marea los derechos individuales. Sin embargo, nadie osa oponerse al “bien común” cuando este los pisotea (aunque la expresión “bien común” encierra no pocos galimatías y sirve como pretexto las más de las veces en que se usa) ni a los “derechos colectivos que establecen discriminaciones positivas. Hubimos de conocer los horrores de la experimentación con humanos en la Segunda Guerra Mundial para dar lugar a toda una serie de recomendaciones (Nuremberg, Helsinki, Oviedo…) y legislaciones nacionales e internacionales que protegieran los derechos de los usuarios de los servicios de salud a ser informados, decidir y dar su consentimiento antes de todo procedimiento para que ahora nos obliguen a recibir sin preguntarnos terapias y medicamentos meramente experimentales.
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