No hay ciencia que no tenga una pseudociencia que la parasite. La alquimia, la astrología o la frenología son el reverso prerracional de la Química, la Astronomía y la Psiquiatría, y se vuelven irracionales cuando, pese a ser superadas y refutadas por las auténticas ciencias, perviven junto a ellas. Uno de los parásitos de la Geografía, y por supuesto de la Astronomía, es el terraplanismo, que hoy experimenta un desopilante revival de la mano de los fundamentalistas protestantes y los teóricos de la conspiración de internet. La excéntrica excrecencia de la Filología y la Lingüística, increíblemente resucitada en los últimos años, es el tubalismo.
A grandes rasgos, el tubalismo es la hipótesis pseudohistórica que postula que tras el Diluvio Universal y la construcción de la Torre de Babel, uno de los hijos de Noé, Tubal, atravesó Europa desde el Cáucaso hasta nuestra península. Aquí trajo las ciencias, las leyes y el monoteísmo, y fundó la civilización ibera, identificada más tarde con la atlante y la tartésica, y gobernada por una dinastía de reyes de él descendientes durante siglos. El idioma ibero, del que conocemos una escritura aún no descifrada, una confusa morfología aglutinante y unos pocos restos léxicos, sería nada menos que el caldeo primitivo que trajo Tubal. Flavio Josefo en el siglo I, San Isidoro en el VII, Alfonso X El Sabio en el XIII y hasta Nebrija en pleno Renacimiento se hicieron eco de esta leyenda que sirvió como pilar maestro de la construcción nacional española al otorgar carácter histórico a la identidad del país y, de manera esencialista, adjudicar a todo el pueblo español un progenitor común que lo enlazaba con la Historia Sagrada. En el siglo XVI comenzó a identificarse a los primitivos iberos con los vascones, y también a sus respectivas lenguas, de manera que en 1728 el padre Larramendi llegaba a decir que el vasco no sólo se trataba del idioma más antiguo del mundo, sino que era nada menos que la locución angélica, la lengua hablada por Dios y los ángeles. En el siglo XIX, con el nacimiento de la moderna Filología, el tubalismo declinó y sólo sobrevivió en el credo nacionalista vasco. En efecto, Joseph-Augustin Chaho convertía en su Historia primitiva de los vascos (1847) a Tubal en el padre de Aitor, mítico antepasado de todos los vascos, un patriarca ario y no semita cuya descendencia sería racialmente distinta a españoles y franceses.
El tubalismo, y su reconversión vasquista, no sería más que una pieza más del gabinete de curiosidades del pasado si no fuera porque vive hoy una extraña resurrección; un fenómeno no privativo de España porque en 2002 Napoleon Săvescu en Rumanía y en 2007 Yves Cortez en Francia expusieron sus curiosas teorías sobre los orígenes no latinos del rumano y del francés respectivamente. De España prefiero no decir nombres, pero hoy difunden el tubalismo y la filiación no latina de nuestra lengua desde una filóloga y novelista catalana que expone que el español deriva directamente del ibero (el latín, según ella, era una lengua hablada únicamente en la región italiana del Lacio), hasta un actor y antiguo presentador del parte meteorológico de ETB que se refiere al vasco como el idioma primordial del que nacen el sumerio, el turco, el tagalo o el sioux, pasando por un supuesto antropólogo que sitúa la cuna de la Humanidad en Cantabria basándose en la toponimia en lugar de en la arqueología, y que ubica a la Atlántida en una finca cerca de Santander… Lejos del carácter risible de sus teorías, estos individuos no dejan de suponer un peligro para la Lingüística y la Filología porque saben emplear bien dos estrategias: presentarse bajo una supuesta pátina académica o científica, y moverse como peces en el agua en los canales de difusión de internet. Hace veinte años el terraplanismo era una excentricidad y hoy sus seguidores en todo el mundo son legión. ¿Qué futuro le aguarda al incipiente neotubalismo, el creacionismo lingüístico español? ¿Se consolidará, o volverá a caer en el olvido, esta pseudociencia parásita de la Filología?
Publicado en La Opinión de Murcia.