De Giges y Gollum

Cuando los dioses eran niños y los hombres eran hombres nacieron las leyendas esenciales. Una de aquellas historias recoge las andanzas de Giges.

Por entonces los hombres estaban habituados al misterio. Por eso, cuando una tormenta fue seguida por un terremoto que dejó al descubierto un abismo, el pastor Giges simplemente miró dentro. Y encontró un anillo de oro. Junto a otras maravillas que detalla el texto de Platón. El anillo vuelve invisible a su portador. Y Giges puede obrar (bien o mal) sin tener que responder de sus actos.

Giges no es ni ángel ni copero de los dioses. Es un hombre como nosotros. Por eso, nada de su historia nos es ajeno. El asunto que pone sobre el tapete es si seguiríamos actuando honestamente si pudiéramos robar, violar o asesinar a nuestros enemigos impunemente.

Recordemos, por otra parte, que no es lo mismo invisibilidad que transparencia. La acción invisible pertenece al terreno de lo oculto y, por eso, al de la impunidad. La transparencia busca lo contrario: rendir cuentas, que todos puedan ver qué hay en la cocina.

Platón, como siempre, nos deja pensando. ¿Será que sólo los cobardes y apocados son honestos? ¿Será que el pillo, el pícaro que realiza impunemente sus golferías es el que ha entendido la esencia de la vida? y, también, ¿Qué haría cada quien, yo mismo, si tiene la oportunidad de obtener ventaja con alguna trampa de la que nadie va a enterarse? ¿Seremos capaces de resistir ante las fáciles ganancias del trapicheo? es más, ¿Hay algún motivo para resistirse?

Quienes se apoyan en la historia de Giges para razonar así parecen ignorar que nada es gratis, que todo tiene su precio. La literatura nos enseña que el honesto doctor Jekyll es inseparable del perverso Hyde y que la grácil bonhomía de Dorian Gray se corresponde con un cuadro horrible. Si hablamos de anillos no podemos dejar de referirnos a Tolkien y su espléndida obra. Yo diría, con el permiso del profesor Eduardo Segura, que es el que sabe, que ahí encontramos al complemento perfecto de Giges: Gollum.

También Gollum fue encontrado por un anillo maravilloso. Por aquel entonces solía llamarse Sméagol y era un hobbit, es decir, un ser de naturaleza amigable y pacífica, amante de la jarana y el buen yantar, que no en vano los hobbits están emparentados con los hombres, con el lado amable, luminoso y festivo del ser humano.

El anillo permite a Sméagol la invisibilidad, la impunidad, el poder. Pero la invisibilidad engancha y degrada. Por eso, el trato con el anillo lo va transformando, lo va convirtiendo en el repugnante Gollum, en el pobre y obsesivo Gollum. Porque, al margen de que nos pillen o no, cada acción nos transforma. Nos mejora o nos empeora, nos potencia o degenera. Nos hace ser lo que somos. Lo sepan los demás o no. Seamos conscientes o no.

En el plano social y político, en el ámbito donde nuestras acciones son vistas y juzgadas por los demás, el pillo es capaz de dar el pego, el bribón puede tener la habilidad de ocultar sus sinvergonzonerías. Hasta que lo pillan, si lo pillan. Y entonces se habla de corruptelas y corrupción, de deshonestidad institucional, del “y tú más” y esta retahíla tan de moda. Y por eso conviene impulsar la transparencia, para ponerlo difícil.

Pero la cosa no acaba ahí. La historia de Gollum muestra que quien fuma se convierte en fumador, que quien roba es un ladrón, quien delinque es un delincuente. Y no es bueno ser así. Aunque se logre engañar a todo el mundo. Es, diría Kant, una falta de respeto a sí mismo.

Tenemos la posibilidad (y el deber: imperativo categórico lo llama Kant) de hacer de nuestras vidas algo que valga la pena, algo digno, de lo que podamos sentirnos honestamente orgullosos. Hay, además, personas que nos quieren y a las que queremos. No seríamos dignos de que nos mirasen a la cara si damos lugar a que un día pudieran descubrir que esa persona a la que ellos quieren se ha dejado llevar por la pereza, la cobardía y la codicia, ha cedido ante las corruptelas y se ha convertido en un degenerado.

Porque estamos llamados a la grandeza. Eso es lo nuestro. Eso es tratarnos a nosotros mismos con respeto y poner ante la gente que nos quiere a alguien digno. No merecen otra cosa. Darles a nuestros seres queridos lo que merecen es tratarlos con respeto y cariño. Que no es poco.

Publicado en La Opinión el 29 de septiembre de 2017

 

Manuel Ballester

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