Decía hace poco Álex Grijelmo que probablemente la principal aportación que Podemos ha hecho al panorama político español es la creación de un peculiar idiolecto que, ciertamente, ha hecho fortuna: “casta”, “confluencias”, “gente”, “círculos”, “vieja política”, “régimen del 78”… Y últimamente Iglesias y Echenique frecuentan mucho la expresión “bloque monárquico” para referirse de manera peyorativa al PP, el PSOE y Ciudadanos, y oponerles una supuesta visión republicana que no termina de entenderse. Se insiste así machaconamente en abrir el debate entre monarquía y república, cuando tal debate ni existe en España ni puede en realidad existir, ya que ambos son conceptos tan vacíos de contenido que no es posible afiliarlos a posiciones ideológicas.
Si partimos de la definición de monarquía (forma de estado en la que la jefatura se obtiene y se transmite de manera hereditaria), llegamos a la consideración de que cualquier otra forma de estado no ligada a una sucesión dinástica es una república. Con una caracterización tan vaga, ¿puede armarse un debate político serio y no simplista? Nadie sensato se consideraría republicano o monárquico sin una contextualización espacial y temporal precisas; nadie, con dos dedos de frente, preferiría vivir en la republicana Sudán antes que en la monárquica Dinamarca. O en la monárquica Arabia Saudí antes que en la republicana Italia. Y es que deberíamos empezar a desprender a ambos conceptos de las pátinas que se les presuponen (la república como un régimen democrático, la monarquía como una pervivencia de oscuras épocas pasadas), y a asumir que hay monarquías parlamentarias, pero también autoritarias (Marruecos) o absolutas (Catar), del mismo modo que hay repúblicas democráticas, de partido único (China) o teocráticas (Irán). Hay incluso repúblicas monárquicas, o monarquías republicanas, en las que las dinastías de tiranos se suceden en el poder (los Castro en Cuba, los Kim en Corea del Norte, los al-Ásad en Siria…). Tiranos sin corona y cetro, pero con más poder que cualquier soberano europeo.
En España no hay debate no sólo porque se trata de dos términos huecos; también porque nos hemos convertido en una sociedad pragmática que acepta lo que funciona, o más bien rechaza lo que no funciona, y las experiencias republicanas en nuestro país no inspiran más que a una minoría nostálgica de un pasado que ignora. Hemos asumido que, al igual que una nación tiene símbolos como el himno o la bandera, también la Jefatura del Estado puede ser simbólica y ligada a una dinastía histórica. Habrá quien piense que es absurdo que la genética sea quien designe la primera magistratura de la nación, pero podríamos objetar que no es menos absurdo organizar elecciones para un cargo igualmente simbólico y vacío de poder como es el de presidente de una república parlamentaria en la mayoría de países que tienen esa forma de estado. Tan decorativo y carente de poder es un monarca constitucional como el presidente de Italia, Alemania, Portugal o Israel, repúblicas en las que se vota un cargo sin funciones reales. Está además el hecho, como dijimos, de que la forma de estado republicana no garantiza que una dinastía no acabe perpetuada en el poder. Y sin acudir a los ejemplos citados de repúblicas dictatoriales como Cuba, Siria o Corea del Norte. Los Gandhi en la India, los Kirchner en Argentina, los Aquino en Filipinas o los Bush en los Estados Unidos han repetido presidencias democráticamente elegidas, pero impulsadas, qué duda cabe, por el peso de los apellidos.
¿Qué sentido tiene entonces insistir en un debate imposible al carecer los términos debatidos de un contenido completo? En España llenamos su vacuidad con nostalgias de pasados no vividos (ser republicano aquí se suele entender como republicano en el sentido de 1931 a 1933, o mejor de 1936 a 1939, y así no hay quien haga un debate político serio). Debe imponerse el pragmatismo y defender simplemente lo que es más beneficioso para cada nación. En la nuestra padecemos problemas de cohesión territorial no pequeños, y si la forma de estado monárquica contribuye a la estabilidad, con su carácter apolítico y su valor de símbolo de unidad y pervivencia históricas, no fomentemos tensiones y bandos (como el “bloque monárquico” cuya existencia postula Podemos) y trabajemos para hacer del nuestro un país más soportable.
Publicado en La Opinión de Murcia