Si ojeamos un libro de historia no será raro que nos encontremos pinturas de ilustres varones con su peluca, maquillaje, medias y tacones. Y cada complemento tiene su razón de ser.
Voy a centrarme en la peluca y el maquillaje. Se ha señalado que la incipiente calvicie del Rey Sol le animó a cubrirse y el efecto de la imitación de su graciosa majestad extendió la costumbre entre sus distinguidos súbditos. Podría ser.
Pero las pelucas pueden ser de diferentes colores. Hay un momento de la historia en que se impone el blanco, haciendo conjunto con el maquillaje que aclara el tono del rostro. El color blanco del pelo es, sin más, el propio de las canas. Ocurre que hay un esfuerzo en los hombres de esa época para aparentar vejez.
A quienes vivimos a comienzos del siglo XXI puede sorprendernos porque saludamos a los conocidos con expresiones del estilo: «qué joven se conserva usted», «por usted no pasan los años» y expresiones por el estilo que corren precisamente en la dirección opuesta: aparentar juventud. Nadie en su sano juicio cometería la descortesía de llamar a alguien «viejo». Se califica a alguien de «viejo» en tono lastimero y a sus espaldas pero no se le lanza a la cara, como un insulto.
Sin embargo, las palabras son más sabias que los hablantes. Así ocurre que cuando calificamos a alguien de «viejo amigo», el término «viejo» nos quema y nos apresuramos a decir que no pretendíamos insinuar que nuestro amigo sea viejo sino que «la que es vieja es la amistad». Y ahí aparece la sabiduría, al menos en forma de paradoja: no parece que la vejez sea tan mala si ennoblece a una amistad.
Pero hoy las tendencias de la moda se esfuerzan por hacernos parecer más jóvenes de lo que somos. Basta mirar a gente de edad avanzada embutidos en un chándal aunque sea para ir a comprar el pan. En definitiva, el modelo dominante entre nosotros es la juventud y las actitudes y valores asociados a ella.
Y está bien. No seré yo (que me conservo bastante joven para mi edad, todo hay que decirlo) quien critique la juventud. De mente y cuerpo, faltaría más. No lo digo (sólo) irónicamente. Porque la juventud es una etapa de la vida en la que uno está fuerte, se siente capaz de realizar grandes proyectos, la ilusión es su alimento, hace deporte no sólo para mantenerse en forma sino para consumir energía, para competir; porque la vida es un continuo bullir. Es maravilloso ser joven. La sociedad necesita el impulso juvenil para prosperar.
La juventud es, en suma, admirable. Aunque les falta experiencia. Aunque viven más con la pasión que con la cabeza. Aunque carecen de perspectiva y no son capaces de mirar con realismo y gratitud al pasado que los ha puesto donde están. Aunque piensan que el porvenir será distinto y mejor porque ellos son el futuro…, es fabulosa. Quien lo probó, lo sabe.
Lo repito: la juventud es maravillosa. Pero en una sociedad sana tiene que haber de todo. Lo normal es que quienes dejamos la juventud en el siglo pasado, desde la dignidad de la edad madura, miremos la juventud (la propia y la ajena) sin envidia y con la sonrisa benévola de quien ya ha superado esa etapa. Porque conocemos todas las ventajas e ilusiones pero ahora tenemos una cosa que no tuvimos y de la que carecen: experiencia de la vida.
Los jóvenes saben manejarse en mil apps, conocen mil triquiñuelas que nombran en spanglish. Saben más que sus padres de esas cosas. El problema es que piensan que eso (y nada más) es la vida y que, por tanto, saben de la vida más que sus antepasados.
Eso no es la vida. Eso es únicamente el modo en que los jóvenes ven la vida: quien lo probó, lo sabe y sonríe comprensivamente. Me parece que fue Esquilo quien hizo el juego de palabras entre pathos (padecimiento) y mathos (lección) para referirse a la fuerza educadora del sufrimiento.
Eso nos faltaba en nuestra juventud: experiencia. Hecha de reveses de la vida y golpes de suerte, de aciertos y disparates, de zancadillas y manos tendidas, que de todo ha habido en nuestra vida. Quienes han aprendido, sonríen al mirar las carencias juveniles.
Hay abuelos en chándal que sólo miran atrás y añoran aquellos tiempos pasados donde todo era futuro. Esquilo podría añadir que el sufrimiento tiene fuerza madurativa pero hay que aplicarse la lección. Hay quien sufre y no aprende, quien cae y no escarmienta, quien tropieza de viejo en la misma piedra que cuando era joven. Y eso no es bueno para la sociedad.
La figura del abuelo en chándal que sólo añora su juventud corresponde a la del joven con peluca blanca: no acepta su realidad y, por tanto, no ha asumido la responsabilidad que le corresponde respecto a los jóvenes.
Si los ancianos aceptan que los jóvenes saben más de la vida, estamos en un mundo al revés. Porque es falso. Si fuera verdad, entonces los viejos no podrían aportar nada y, por eso mismo, serían un mero estorbo ridículo.
En esta época corresponde al anciano aguantar la mirada de soslayo que le dirigen quienes piensan que la juventud es lo supremo. Sólo así cuando los jóvenes fracasen podrán ayudarles con su sabiduría.
Los jóvenes siempre se considerarán el centro del universo pero tienen que sentir la sonrisa afectuosa, comprensiva, de superioridad afable, de sus mayores. Al joven hay que dejarle campo para correr… y darle cuerda larga. Así, cuando se estampe entenderá que no es el fin del mundo sino el comienzo de su madurez. Y entenderá que por ese camino habían pasado ya sus mayores de los que, en ese momento lo entenderá, pueden aprender.
Publicado en La Opinión de Murcia