Ante la muerte de su padre, el príncipe Hamlet vuelve a una Dinamarca que olía a podrido. La corte tiene nuevo rey y una realidad escondida. Su tío, el nuevo regente, había asesinado al predecesor conspirando con su amada reina. En el cementerio, Hamlet, en una de las escenas más simbólicas de la obra, llora la ausencia de su fallecido amigo Yorick, bufón de la Corte, sosteniendo su cráneo entre las manos. “Nadie se ríe ahora de tus muecas” suspira.
Con este pasaje, Shakespeare no sólo evocaba la melancolía de la infancia de Hamlet sino que, sobre todo, reivindicaba la importante figura del bufón en la corte. Como describía mi admirado amigo Higinio Marín en su artículo “Estar a la altura“, hay que desconfiar de toda épica que no soporte la comedia. En una corte sin bufón que haga el contrapunto necesario al rey, difícilmente se evitará que el poder se enquiste y que el aire estancado acabe pudriéndose, tornándose irrespirable. Aunque no sin riesgo, el bufón emplea el humor para cantarle las verdades al regente. Tomás Moro, de inteligencia probada pero probablemente sin dotes para el humor, le cantó las verdades a Enrique VIII con el nefasto resultado conocido: perdió la cabeza. Literalmente.
Hamlet llega a una corte que ya no ríe. Sin oídos para voces discordantes, nadie se encuentra en disposición de discutir el relato forjado desde el poder establecido para retorcer la realidad. Y es esa ausencia del humor la que delata las realidades artificiosas. Sirva de ejemplo más actual, aquella mítica fotografía de un Kim Jong Un sonriente en medio de una familia de rostros atemorizados. Aunque no haya bufones, la realidad siempre acaba oliendo.
Alrededor de quien ostenta el poder, se forja un conformismo social por supervivencia, por reconocimiento o por aceptación que a modo de eco repite la voz del gobernante hasta atraparlo enamorado de su propio reflejo como Narciso en el lago. De igual forma que al emperador romano, para evitar que se endiosara, le murmuraban al oído de forma persistente las palabras memento mori (recuerda que has de morir), el humor inteligente del bufón resultaba imprescindible para evitar la deriva narcisista.
Aunque pasen los siglos, sigue vigente la necesidad del ejercicio del humor inteligente para asegurar que el poder no se enquiste ni se fanatice. Es un buen ejercicio cuidar a quienes con humor nos llevan la contraria porque nos ayudan a profundizar y evolucionar, creamos que tengan o no razón. Por otra parte, el posicionamiento frente al humor inteligente que les reta es un indicador de salud de cualquier grupo, partido político o movimiento social. Bajo este prisma, por ejemplo, es fácil descubrir que la revolución de las sonrisas de Puigdemont no pasa de ser una mueca vacía y rancia; que la volatilidad de los cargos en la Casablanca y el narcisismo de Trump muestran algo seriamente enfermizo; y que la partitocracia instalada en nuestra política regional y nacional acaba creando discursos estancos con los que justificarse al margen de la realidad de la ciudadanía.
En la era de las redes sociales, por fuerza, todo esto ha sufrido un cambio. El conformismo social de la corte se ha extendido todavía más, virtualizándose y generando relatos para dar sustento y followers a posverdades forjadas. Por otra parte, el ejercicio contestatario de los bufones se ha trivializado. No son pocos los que confunden hacer humor inteligente frente a lo establecido con hacerse notorios mediante lo irreverente. Estos suelen disfrazarse de bufón, dar saltos burlones con gestos zafios o procaces aupados con “me gustas” y se olvidan de que el disfraz es sólo un medio. Descuidan la auténtica función inteligente.
Por eso, en una sociedad virtualizada que frente al poder se polariza entre followers de lo políticamente correcto e irreverentes disfrazados de bufones, las viñetas de ilustradores gráficos como Puebla, Forges, Gallego y Rey y tantos otros ejercen el papel de los olvidados y auténticos bufones. Son ventanas en la prensa que renuevan el aire estancado frente a lo establecido. Desde el humor inteligente nos remueven y nos hace cuestionar los relatos de la realidad. Sus lápices, como bisturíes, diseccionan nuestras conciencias para retarnos a pensar más, diferente o simplemente mejor. Nos regalan espacios donde guarecernos de la parálisis del conformismo social frente al poder, de lo políticamente correcto y de la zafiedad de quienes confunden inteligencia con irreverencia.
Y es que el humor es algo muy serio. Nos permite transcender, tomar distancia sin evadir nuestro compromiso con la realidad y parodiarnos inteligentemente para poder progresar. Mientras no entendamos esto, inevitablemente nos veremos abocados a una sociedad carente de humor, colmada de posverdades y oliendo a podrido como aquella Dinamarca de Hamlet.
Publicado en La Verdad el 19 de diciembre de 2018.