Nuestros niños se aburren. Disponen de más juguetes, más espectáculos, más al alcance de un clic que nunca. Nunca lo han tenido tan fácil. Nunca se han aburrido tanto.
Es verdad que hay ocasiones en que la bien provista faltriquera de Papá Noel, el trío real o de unos papás obsequiosos mitiga un tanto el tedio. Pero es como rascar la sarna, cuando más cachivaches, más implacable resurge el hastío. En definitiva, sabemos que se puede entretener o enmascarar pero que por ahí debajo, en los repliegues del inconsciente acecha el tedio.
No parece originarse en una dolencia física (salvo que somaticemos, que todo podría ser); más bien apunta a un trastorno de tipo cultural.
Tiene que ser algo que hay en la cultura europea reciente. Reciente, porque los niños de mi infancia (era el milenio pasado, es verdad) no nos aburríamos (y eso que no teníamos cacharrería electrónica, ni tele y, a veces, ni siquiera balón). Y europea u occidental, porque no consta que los niños de otras latitudes se aburran, ni siquiera cuando viven en un contexto occidental. Piensen, si no, en los hijos de las denominadas ‘madres tigre’ según la fórmula puesta en circulación por el libro Madre tigre, hijos leones: una forma diferente de educar a las fieras de la casa: los hijos leones de las madres tigre no se aburren. Tendrán otros problemas con otros síntomas, ¿y quién no tiene algún achaque? pero no se aburren, que es el tema en el que estamos.
El aburrimiento parece estar bien instalado. Se constata, también, en el hecho paradigmático de que Homer Simpson se aburre y lo grita a los cuatro vientos. La cuestión tiene miga, y miga cultural, porque Homer quiere, como su homónimo griego, cantar en lenguaje moderno las cuitas del hombre de su tiempo. Los adultos se aburren también. Y quizá por los mismos motivos, quizá porque respiran el mismo aire enrarecido de la vieja Europa. Como vemos que les ocurre a los hijos leones cuando se aclimatan a estas latitudes: también se aburren.
Como en tantos otros casos, no es la economía. Es la cultura, listillos. Y la cultura deja sus huellas en el lenguaje, que es una realidad viva. Sigamos esa pista, a ver dónde nos lleva. Para indagar por el origen y significado de las palabras conviene recurrir al diccionario del ilustre tabarniano Juan Corominas. Allí nos enteramos de que el término aburrir, nacido abhorrere, significó «tener aversión (a algo)» y, por eso, aburrir y aborrecer fueron sinónimos hasta el siglo XVI que es cuando empieza la lengua a marcar las diferencias e introduce el uso reflexivo: ahora la cuestión es aburrir-se. Aburrirse incorpora el ‘se’ reflexivo, procedimiento mediante el cual la lengua señala que el sujeto realiza una operación que recae sobre él mismo, como cuando decimos que «Juan se peina». De modo que, volviendo al filo del siglo XVI, bien pudiera interpretarse que ‘aburrirse’ consistiera ni más ni menos que en «tener aversión a sí mismo», en «horrorizarse de sí mismo». No pretendo yo exhibir una sabiduría a la altura del tabarniano pero, como ocurre en no pocas excursiones por la etimología, se non é vero, è ben trovato.
Homer se aburre mientras a su alrededor bullen más posibilidades de las que ese espectador de la sociedad del espectáculo está dispuesto a atender. Muy distinta es la situación del griego Homero que, en vez de aburrirse canta y nos lega la Ilíada y la Odisea, esos pilares de la épica y la ética, de la literatura y la vida (si es que no son, al final, lo mismo). Despertaba por entonces el genial pueblo griego contribuyendo poderosamente a la creación del marco cultural que hoy produce aburrimiento en los Homer adultos y en los chiquillos hiperregalados e hiperentretenidos. De aquel entonces viene también la idea de que la naturaleza tiene horror vacui, la naturaleza aborrece el vacío o, en lenguaje arcaico: a la naturaleza le aburre la vacuidad. Porque la naturaleza es un brotar, un desbordarse, un dinamismo que embarca todo lo que la rodea hacia la plenitud; normal que sienta horror ante el vacío. Pero la naturaleza, fecunda y gozosa, no ‘resuelve’ su horror huyendo del vacío sino colonizándolo, llenándolo con su propia plenitud, haciéndolo fértil.
La sociedad del espectáculo consigue divertir deslumbrando. Esa cultura, que es la nuestra, en la que Homer se aburre, disminuye los recursos y capacidades internos del espectador, es decir, genera pasividad; y eso, si es verdad que la naturaleza es dinamismo y plenitud, es antinatural. Normal sentir repelús u horror, aborrecer esa situación o, en definitiva, aburrirse.
Quizá ocurra que tanta motivación y buen rollete en educación, tanto entretenimiento y sobreprotección, tanto hacer innecesario el esfuerzo y la voluntad generen incapacidad de acción y creación. El ciudadano de la sociedad del espectáculo, permanentemente entretenido, sólo tiene que gritar «¡Me aburro!» para que una pléyade de inputs de cacharrería electrónica calmen su vacío sin colmarlo. Pero se llena el vacío desde fuera, sin fortalecer al sujeto. Y eso no es. Eso no es lo que de verdad somos: nos entretenemos como si estuviéramos ausentes de nosotros mismos. Heidegger ve ahí un modo de enfocar la vida sin autenticidad. No es lo que de verdad somos porque se deja sin tocar la cuestión decisiva de qué voy a hacer con mi vida: enfoque activo, creativo, natural.
Si el aburrimiento es síntoma de vacío, de inautenticidad, y produce desazón porque hay una dinámica natural que nos llevaría a llenar creativamente ese vacío, a construir nuestra vida desde nosotros mismos (no de un modo meramente pasivo, de mero espectador del circo de la vida), entonces se entiende que el enfoque actual de la cuestión no resuelva el problema; a lo sumo entretiene y pospone.
Los adultos modernos se parecen a Homer: ya no saben afrontar su vida creativamente, hacia la plenitud, con autenticidad, ¿cómo podrían enseñárselo a sus hijos? Homer no ha madurado y no puede realizar la tarea fundamental del adulto: transmitir a sus seres queridos lo que él ha aprendido de la vida, transmitir la cultura, que es cultivo de la interioridad. Homer no ha madurado, disfruta lo que otros han logrado y, en eso, no se distingue del niño mimado, incapaz de hacer nada valioso por sí mismo, se contenta con que lo entretengan.
Ese adulto que es Homer y que, al decir de Saint-Exupéry, no entiende nada es inmaduro y simpático en su simplicidad. Pero no es elegante. No lo es y quizá se deba a que ser elegante tiene que ver con eligere, elegir, elegir con acierto y finura. Con sabiduría y criterio, pesando, sopesando y distinguiendo aquello que me entretiene y me descansa de aquello que me hace más valioso, más digno o, en otros términos, lo que me llena de orgullo porque contribuye a la construcción de una vida plena. Una vida auténtica, diría Heidegger; eudaimonía, dirían algunos griegos. Una vida de la que podamos sentirnos orgullosos y que queramos compartir con amigos y familia. Y esa reunión con nuestros seres queridos es sinónimo de fiesta y plenitud, lo opuesto a vacío y aburrimiento, en definitiva.
Publicado en La Opinión de Murcia.