¡Están locos estos postmodernos!

Si un ciudadano de la antigua Roma viajase en el tiempo a nuestro mundo actual, francamente, no entendería gran cosa. Pero, tal vez, lo que más le chocaría sería nuestro modelo de persona de éxito instalado en nuestra memoria colectiva, aceptado socialmente y propagado por los medios de comunicación.

Ensalzamos al hombre de negocios que se rige por criterios economicistas y cuyo pulso de acero no tiembla. No es nada personal, just business. El romano nos miraría con cierto aire de desprecio y nos diría algo como stultorum. Y es que, para el mundo antiguo, la humanidad y la libertad comparecían en el ocio y no en el negocio. La negación del ocio estaba relegada a quienes no disponían de libertad, a los esclavos. Eran los hombres libres quienes podían disfrutar por ley de las actividades lúdicas, el arte, la filosofía, la música. Los esclavos servían en la administración de los bienes de la domus siendo el atriense el esclavo de mayor rango y confianza. Así pues, desde su mentalidad, nos consideraría unos auténticos fracasados. Lejos de conquistar nuestra libertad para el ocio, la empleamos para pretender, como mucho, ser simples atrienses. Unos pardillos, vamos.

Tenemos muy interiorizado que el tiempo es oro y, por lo tanto, dedicar tiempo a lo no productivo es un desperdicio. Pero es falso; todo el oro del mundo no serviría para alargar ni un minuto más nuestra existencia. El tiempo más bien deberíamos medirlo en términos de vida y lo importante es saber cuánta vida ponemos en el tiempo que disponemos. Pero bajo la mentalidad de una vida productiva, hemos ido relegando a un segundo plano ese tiempo de vida que dedicamos al ocio. Hemos hecho del ocio personal algo marginal.

A nivel de nuestro sistema actual donde cada elemento o factor se justifica por su contribución económica, el ocio encaja como demanda de servicios que generan economía. Los espacios de confluencia por ocio o manifestación religiosa como eran en el mundo antiguo el ágora y los foros, o en la época medieval, las catedrales, ahora son los centros comerciales. Son las nuevas catedrales donde el ocio de unos permite rentabilizar el tiempo de otros. Eso expulsa de estos centros de confluencia actividades como la filosofía, el saber, el pensamiento, el arte y todo lo no productivo en sentido económico.

Por otra parte, el hombre postmoderno, ajeno a lo irracional desde la Ilustración y desarraigado de la razón, la cultura y la tradición desde el siglo XX, ha ido buscando formas de ocio desconectadas y aisladas a modo de válvula de escape de la tensión laboral. La hiperconectividad móvil permite que el ocio quede supeditado a las necesidades del negocio. Y así, el ocio postmoderno queda marginalizado, desintegrado y desvestido de su función socializadora en favor de un carácter funcional aunque gregario para aprovechar sus economías de escala.

En este mundo postmoderno, de individuos aislados y gregarios por razón de mercado, la existencia de lazos familiares entraña la última amenaza contra la que arremeter. Es por eso que el Mundo Feliz de Huxley precisaba erradicar la familia de la ecuación bajo la excusa de suprimir sufrimientos afectivos. Las relaciones familiares se deben ir sacrificando para consolidar la individuación de los mundos personalizados. En consecuencia desaparece el ocio familiar; cada uno en su propia isla decide y es rey de lo propio. Y para ello, la era digital y de hiperconexión propicia la creación de estos mundos paralelos de consolas y smartTVs, empaquetados y puestos a disposición a un módico precio; el ocio queda relegado a lo virtual mientras el negocio gobierne lo real.

Y no es que Matrix sea el futuro a vaticinar por un capítulo de Black Mirror, pues no ha sido necesaria una inteligencia artificial superior para subyugarnos, es simplemente que nuestra estupidez, ahora virtual, propicia la venta una vez más de nuestra primogenitura por el plato de lentejas de siempre. Stalin, que empleó la maquinaria de todo un Estado para conseguir el control dictatorial por individuación de sus conciudadanos, estaría fascinado con nuestra actual eficiencia para la individuación del ser humano a un coste que nunca hubiera podido imaginar tan bajo gracias a nuestra necesaria colaboración.

Y es que hasta los romanos de Astérix, conscientes del valor de la libertad, gritarían con razón señalándonos: ¡qué locos están estos postmodernos!

Publicado en La Verdad de Murcia, edición impresa, el 15/1/2019.

César Nebot

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