Resulta que Alfonso Guerra se ha atrevido a decir que el rey estaba desnudo, y toda la izquierda se ha desgarrado las vestiduras ante semejante traición. ¡Quién podía imaginarse que el vicesecretario del partido socialista durante los años gloriosos del socialismo era, en realidad, un fascista camuflado y un machista partidario de la violencia contra las mujeres!
Por supuesto, la reacción no ha sido tan virulenta como lo ha sido con otros que se han atrevido a decir lo mismo (a fin de cuentas, Guerra es “uno de los nuestros”). Pero los colectivos más próximos a su ideología se han escandalizado porque uno de los suyos haya cuestionado uno de los dogmas oficiales de la izquierda.
¿Cómo se atreve uno de los líderes históricos de un partido de izquierdas, que presume de ser progresista y feminista, a decir que la Ley Integral de Violencia de Género es anticonstitucional? Muy sencillo: porque lo es. Lo saben los líderes del PSOE, de Podemos y de los demás partidos políticos, lo sabe el Tribunal Constitucional, lo saben todos los periodistas y lo saben las organizaciones feministas. Lo sabe, de hecho, cualquier persona con un mínimo de formación. Pero hay que fingir que no, para evitar ser señalados con el iracundo dedo delator de fascistas.
Pero si es algo tan obvio, ¿por qué extraña razón se ha logrado un consenso tan amplio que abarca desde Podemos al PP, pasando por el PSOE y Ciudadanos, y por casi todos los medios de comunicación y asociaciones de todo tipo para fingir que no lo es?
Desde mi punto de vista, existen cuatro razones fundamentales para mostrarse favorables a esta ley:
En primer lugar, están los que por ausencia de la más elemental formación cultural desconocen los principios constitucionales de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, así como el principio básico de la presunción de inocencia, consagrados en todos los ordenamientos jurídicos de todos los estados democráticos y de derecho del mundo.
En segundo lugar, están los que callan por miedo, ya que temen ser señalados y aplastados por la trituradora de lo políticamente correcto.
Un tercer grupo utiliza la defensa de esta ley para atacar a la familia tradicional, la cual se sustenta en la unión afectiva de hombres y mujeres, estableciendo como principio que la mujer es siempre una víctima potencial frente a la naturaleza violenta del hombre. De esta manera se socava la única institución que puede oponerse al control de los individuos por parte del estado. Además, utilizan la ley como arma política para repartir carnés de buenos y malos, distinguiendo a los feministas y defensores de las mujeres, de los machistas y misóginos. Saben que la ley es esencialmente injusta y contraria a nuestra Constitución, pero lo niegan para poder atacar a los que se oponen a ella y para presentarse como los adalides del feminismo.
Por último, está el grupo más numeroso. Son los que consideran que el fin justifica los medios. Si una ley injusta sirve para evitar la terrible tragedia de las mujeres que sufren la violencia machista, bien merece la pena la posibilidad de que algún inocente pueda ser condenado por no poder demostrar su inocencia. Estas personas, que actúan guiadas por su buena fe, están convencidas, además, de que cualquier crimen cometido por un hombre hacia su pareja femenina es de naturaleza machista, obviando que también en este tipo de asesinatos pueden darse las mismas motivaciones que en los crímenes pasionales de una mujer hacia un hombre, o entre parejas del mismo sexo, ninguno de los cuales se atribuye a la violencia machista.
Curiosamente, esta ley ha enfrentado a dos sectores que hasta no hace mucho iban de la mano, poniendo en serios aprietos a los partidos políticos que defendían las causas de uno y otro grupo. Las asociaciones feministas se han enfrentado a los colectivos LGTBI por lo que se refiere a la libre auto percepción del género. Si la identidad sexual no responde a ningún condicionante biológico, sino que es un mero constructo cultural y el género responde a la autopercepción libre y cambiante del individuo, sin más prueba que su palabra, los violadores pueden exigir ser ingresados en las cárceles de mujeres, los mirones pueden entrar en aseos y vestuarios femeninos, y los maltratadores pueden librarse de la aplicación de esta ley, con solo declararse pertenecientes al género femenino, lo que sitúa a las mujeres en una situación de grave desprotección.
Pero volvamos a la cuestión esencial. El triunfo del estado de derecho sobre la barbarie, la imposición del imperio de la ley sobre la arbitrariedad de los deseos particulares se basa, precisamente, en invalidar la máxima de que el fin justifica los medios. No puede haber estados democráticos de derecho, si no se acepta completamente y sin ningún resquicio ni fisura, que el fin no puede nunca aducirse para justificar unos medios injustos e ilegales.
Si resulta que la mayor parte de los casos de maltrato a ancianos y niños los cometen las mujeres, ¿sería lícito aprobar una ley semejante que invirtiera la carga de prueba hacia las mujeres denunciadas? Y si se demuestra que algunos delitos son cometidos mayoritariamente por los miembros de una determinada etnia o nacionalidad, ¿sería aceptable establecer leyes y juzgados específicos para estas personas? Los principios legales admitidos universalmente, hasta hace poco, defendían que cada ciudadano debe someterse a la ley y a la justicia de modo individual y no como miembro de un determinado colectivo que pueda justificar un trato diferente.
Dejando de lado que esta ley ha demostrado, además, una absoluta ineficacia para combatir los crímenes cometidos contra las mujeres en el seno familiar, hay que denunciar que una medida injusta seguiría siendo éticamente inaceptable, aunque contribuyera eficazmente a reducir determinado tipo de delitos. El principio legal más elemental sostiene que siempre será preferible un culpable libre que un inocente en la cárcel.
Publicado en La Opinión de Murcia.