En un mundo global no es extraño que productos y servicios, usos y costumbres, se extiendan y arraiguen en partes geográficas muy lejanas a su lugar de origen. Del País del Sol Naciente nos llega el fenómeno del hikikomori, nada menos. Y en formato de síndrome, cuando no de pandemia, que impone más todavía.
La creciente adicción a las pantallas afecta a todos: desde los más pequeños hasta los más mayores. Y se salda con enorme dedicación de tiempo que va acompañada de entretenimiento y compañía virtual, junto a aislamiento social y soledad personal reales. Y, como es sabido, la soledad no tiene buena prensa.
No obstante, la experiencia humana de la soledad tiene una doble cara. Hay soledades buscadas, como esas de las que iba y venía Lope de Vega cuando quería estar consigo retozando en sus pensamientos. Es cosa seria y querida esa soledad sonora que recrea y enamora. Pero hay también otras. Soledades indeseadas o impuestas que se sufren como un mal, que hacen daño y atormentan.
También hay distinto tipo de compañías, claro está, compañías sanas e insanas, ya sea la compañía propia o la ajena. Además, no siempre que estamos juntos lo estamos del mismo modo. Quizá el sentimiento de soledad individual de personas que viven entre muchedumbres sea una característica propia de nuestro tiempo. Y no está claro si las pantallas son causa o efecto. Si el fenómeno de las muchedumbres solitarias es importante, entonces detectar ese sentimiento es crucial para comprendernos como personas en los tiempos que nos toca vivir.
La soledad, buscada o sobrevenida, no es algo que afecte sólo al individuo. Si hubiera un diseño del hombre, una definición universal de hombre, diríamos que este no parece concebido para funcionar solo, que se vuelve problemático. De ahí que la soledad tenga también una negativa lectura social. De hecho, aunque se trata de un estilo de vida social y culturalmente aceptado, vivir o estar solo comienza a verse en algunos casos, como un problema, sobre todo cuando el encapsulamiento existencial deriva en patologías mentales, en trastornos de conducta o incluso en intentos autolíticos o suicidas.
Concretamente en Japón se está produciendo en las últimas décadas el fenómeno sociocultural del ‘hikikomorismo’, un fenómeno en el que encontramos a casi un millón de personas afectadas, en menor o menor medida, por el llamado ‘síndrome de hikikomori’. Y ustedes se preguntarán, ¿qué quiere decir esa expresión tan grotesca? Pues precisamente se ha bautizado con el nombre de hikikomori o ‘síndrome de los solitarios’ a la práctica de aquellas personas que deciden voluntariamente recluirse del mundo y vivir por y para las redes sociales, esto es, deciden hacer una fuga mundi escapándose de la realidad social y viviendo una existencia alienada y tecnoadicta a las pantallas digitales y a los mensajes electrónicos.
Con este fenómeno patológico, cada vez más numeroso y preocupante entre los jóvenes varones nipones, se anula la sociabilidad de los individuos, se genera un aislamiento social y se imposibilita la comunicación natural y presencial con los demás. Los hikikomori se aíslan en una habitación y únicamente se relacionan con el mundo exterior a través de dispositivos digitales, convirtiendo su existencia física en una mera existencia virtual a través de internet y de las redes sociales.
Estos individuos se van poco a poco introduciendo en una espiral de despersonalización en la que llegan a olvidarse por completo de sí mismos, incluso hasta de su propio aspecto físico, evitando el aire libre y el contacto físico con otras personas. Su enclaustramiento habitacional, que puede ir desde unos cuantos meses hasta años, suele derivar en la acumulación de grandes cantidades de objetos inútiles y de restos de alimentos consumidos y caducados. Pero lo terrible no es sólo el estilo de vida que llevan estos hikikomori, sino la situación tan lamentable y dramática en la que terminan sus vidas, llegando a ser encontrados varios días muertos en el interior de sus domicilios sin que ningún vecino, familiar o agente social vele por su existencia o se haya percatado de su inexistencia.
El hikikomorismo japonés me da miedo, mucho miedo. Y no sería de extrañar que esta forma de vivir y morir se extendiera a nuestras sociedades occidentales.
Convivir con la soledad no es fácil, ni tampoco saborear los frutos de la misma, pero vivir la soledad en clave hikikomorfa es algo aterrador, es convertir la soledad en una realidad infecunda y dañina para cualquier ser humano.
Así que, hikikomorismo, no gracias, prefiero ir a mis soledades y a mis compañías de forma libre y natural, sin que una pantalla digital diriga mis pensamientos y, mucho menos, mis sentimientos.
Publicado en La Opinión de Murcia.