Cada poco tiempo vuelve a estar de actualidad la Educación. Y nuevamente, los diferentes sectores implicados esgrimen sus argumentos para solucionar el problema de la escasa excelencia de nuestro sistema educativo. Se compara el actual con los anteriores, el de otros países con el nuestro, el de unas comunidades autónomas con otras; se critica la falta de inversión en Educación o se achaca el fracaso educativo a los cambios sociales. Algunos ponen el acento en la masificación de las aulas o en la pérdida de la disciplina; otros, en la ausencia de medios tecnológicos suficientes o en el propio diseño curricular de las distintas etapas educativas.
Hay quien sugiere metodologías basadas en el aprendizaje cooperativo y por proyectos, o en la potenciación de las inteligencias múltiples. Los más audaces proponen cambios drásticos: currículos flexibles según los intereses del alumno, eliminación de las aulas, los libros y los exámenes. Hay muchas propuestas, pero no nos ponemos de acuerdo en cuál es la mejor solución.
Si repasamos los sistemas educativos con los que han estudiado los españoles actuales, podemos distinguir tres grandes etapas: hasta que se aprobó la Ley General de Educación (en 1970) las Humanidades eran las grandes protagonistas, pero la formación en Ciencias era insuficiente; con la instauración de la EGB y del BUP quizá se logró el mejor sistema educativo que hayamos tenido, salvo en lo que se refiere a la enseñanza de idiomas; la tercera etapa, que se inaugura con la LOGSE, tuvo de positivo que la enseñanza obligatoria se extendió hasta los 16 años, pero empeoró todo lo demás.
Tras veinte años de experiencia como docente (y más reformas educativas de las que quiero recordar), puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que no tengo la solución definitiva para solventar los problemas de la Educación. Sin embargo, tengo claro que el profesor es el factor más determinante para lograr un sistema educativo de calidad, por lo que habría que mejorar su proceso de selección, así como el reconocimiento social de su labor, la remuneración económica y el apoyo por parte de la administración (por ejemplo, reduciendo la inmensa burocracia que asfixia la práctica docente). También sé que la inversión económica para mejorar los medios materiales y para reducir el número de estudiantes por aula aumenta la calidad de la enseñanza. Asimismo, considero que, aunque la escuela puede ayudar a la educación de los jóvenes, su principal misión no es esa, sino la de transmitir conocimientos. También creo que las evaluaciones objetivas contribuyen a la mejora de la educación, y que es necesario un pacto educativo que dé estabilidad al sistema. Pero, sobre todo, tengo claro que cualquier reforma educativa que pretenda evitar al alumno el esfuerzo que todo aprendizaje requiere, sólo puede conducir al fracaso.
Pero voy a centrarme en una de las últimas ocurrencias llegadas al mundo de la educación: la irrupción de las tablets en las aulas. Está claro que la utilización de las nuevas tecnologías y herramientas digitales aporta nuevas posibilidades pedagógicas al sistema educativo, y sería absurdo no provecharlas. Lo que me cuestiono aquí es la conveniencia de que los Chromebook y los iPads sustituyan a los libros, los cuadernos y los bolígrafos, precisamente cuando la juventud actual se caracteriza por su absoluta dependencia hacia los dispositivos digitales. La llamada generación Z (como ya no quedan más letras, me pregunto si pronto volveremos a la generación A, que debe ser la de hace más de un siglo) vive pendiente de las pantallas de sus teléfonos inteligentes, tablets y ordenadores (además de la televisión y las videoconsolas). Esta generación pasa todo su tiempo de ocio en un mundo virtual caracterizado por la imagen, la inmediatez y las actividades desarrolladas en paralelo, pero no en profundidad; está acostumbrada a saltar de pantalla en pantalla sin leer más allá de unas pocas líneas (hasta se ha creado un acrónimo para esto: tldr –too long didn’t read), lo que le ha permitido desarrollar algunas habilidades de manera notable, pero a costa de perder otras. Precisamente, es en el ámbito de las aulas el único en el que, todavía, ejercitan la escritura manual y la lectura comprensiva.
Aún no tenemos perspectiva suficiente para valorar las consecuencias de una digitalización excesiva de los jóvenes, pero sabemos que la escritura es esencial para desarrollar la madurez cognitiva, y que la lectura y la reflexión son insustituible para lograr un espíritu crítico. Además, sabemos que no se estudia con la misma eficacia leyendo en una tablet, que en soporte papel. La sustitución de los libros por estos dispositivos aumentará la falta de concentración de los estudiantes y traerá consigo que los jóvenes ya no hagan otra cosa en todo el día que estar delante de una pantalla.
Las aulas no deben recrear el tiempo de ocio de los adolescentes (yo no estudié con tebeos, sino con libros), y deben proporcionar, precisamente, todo aquello que es bueno para su formación y que ellos no obtienen por sí mismos. Si sólo damos a los jóvenes lo que les interesa, no les estaremos formando adecuadamente (no olvidemos que el gusto se educa) y les impediremos descubrir cuánto les podrían llegar a gustar las cosas que ahora rechazan por mero desconocimiento.
Como profesores debemos hacer todo lo posible por que nuestros alumnos disfruten aprendiendo, y los recursos digitales ayudan, sin duda, a lograrlo. Pero si los medios tecnológicos constituyen el principal obstáculo para el estudio y la concentración de los estudiantes (como bien sabemos los padres y los profesores), no pueden convertirse, al mismo tiempo, en la principal herramienta pedagógica de la educación.