La profecía autocumplida

Quejarse es algo muy humano, muy nuestro. Un vicio difícil de tratar convertido en deporte nacional. Según algunos estudios, útil a la hora de liberar estrés, aligerar preocupaciones y conectar con quienes comparten nuestros mismos sinsabores, pero a la vez, como todo lo que invita a pecar, muy perjudicial para nuestra salud. Política, el tiempo, aquel que siempre llega tarde, la comida sin fuste de ese restaurante, este artículo de opinión, el vecino que no paga las cuotas de la comunidad o incluso, paradojas de la vida, ése que tanto se queja. Cualquier tema en la boca adecuada, aderezado con una pizca de ingenio y algo de mala leche, puede convertirse en una buena queja en potencia.

Entre las más recurrentes, sobre todo cuando vemos alejarse nuestra juventud por el retrovisor, están las críticas a los adolescentes. Blanco fácil. No es nada nuevo que generación tras generación, como discos rayados, caigamos en los mismos tópicos de siempre: que si los adolescentes de hoy en día no tienen educación, que cada vez van a peor, que no respetan ni a los adultos o que, sin duda, nosotros no éramos así.

“Los jóvenes de hoy no tienen control y están siempre de mal humor. Han perdido el respeto por los mayores, no saben lo que es la educación y carecen de toda moral”. Estas palabras que bien podríamos suscribir hoy en día no son nuestras. Tampoco de nuestros padres. Ni siquiera de nuestros abuelos. Aristóteles ya se quejaba de esto hace 2000 años. Y seguro que  sus padres también lo hacían: “Aristóteles, hoy estás insoportable. No hay quien te aguante”.

Siglos y siglos de quejas después, este podría ser un buen momento para darles una tregua. Aprovechemos la coyuntura. Con tanta pandemia y mascarillas, ansiedad infantil y reclusión social, autolisis y armas en las aulas, ésta es la ocasión perfecta. Si no, caemos en el riesgo de que aquello que tanto decimos se haga realidad. Cuestión de expectativas. Como Pigmalión con su escultura o como tanto nos advirtió R. Merton con su profecía autocumplida, si seguimos así los acabaremos haciendo malos de verdad.

No sabemos en qué momento concreto pasa, pero pasa. Puede que cuando tanta hormona llega al punto de ebullición, o cuando parecen tener más vínculo con su móvil que con nosotros o, tal vez, cuando deciden racionarnos deliberadamente las muestras de afecto en público. Asumámoslo. Ya son adolescentes. Se sienten incomprendidos y nosotros ni los comprendemos ni conseguimos dar con la tecla para hacerlo.

Lejos de solucionarlo, parece que los mareamos más. En casa les hacemos adultos para algunas cosas y niños para otras. Con 14 años mientras les hacemos los deberes salen a hacer botellón hasta las tantas. Mientras se pasan horas y horas conectados con sus influencers y youtubers les compramos de todo para que no les falta de nada. Y en el instituto el panorama no cambia. Mientras les preparamos para la vida adulta ponemos matemáticas emocionales y prohibimos las calificaciones numéricas no sea que se frustren y se desmotiven. Caritas tristes o sonrientes para todos. Y mientras les advertimos que el esfuerzo es la base de su futuro les regalamos el pasar de curso con barra libre de suspensos.

Al final, como bien explica el filósofo José Antonio Marina, tenemos tres grandes herramientas para educar: “La primera es la ternura. Los niños deben saber que el cariño que se les tiene es incondicional. La segunda la disciplina: los niños tienen que saber que las cosas tienen límites. La tercera es la comunicación”. Estas herramientas también las vamos a seguir necesitando cuando nuestros nenicos se nos hagan mayores. De forma que, aunque muchas veces la rechacen, seguirán necesitando grandes dosis de ternura. Aunque muchas otras protesten, seguirán necesitando límites y consecuencias. Y aunque en muchos momentos parecerá que no quieran comunicarse, seguirán necesitando que hablemos con ellos. Y si todo esto no funciona, siempre podremos seguir quejándonos.

Publicado en La Verdad de Murcia (8/4/2022)

Javier Berrio de Haro

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