Un antiguo precursor de la igualdad de género fue Sileno, el dios de los bosques, el dios de la embriaguez, el dios que, siempre borracho, se desplazaba o apoyado en otros o a lomos de un borrico. El rey Midas quería oír su sabiduría y con artimañas (prometiéndole darle a beber un buen Jumilla) lo llevaron ante su presencia. Completamente ebrio, como no podía ser de otra forma, éste les dio la primera lección: “Lo mejor para todos los hombres y mujeres es no nacer.” Ante el estupor del rey por estas palabras aprovechó para endiñarse otro trago de aquel licor de dioses con que lo embaucaron y, una vez medio recompuesto, se aprestó a volver a hablar: “Lo segundo mejor es, una vez nacido, morir tan rápido como se pueda”. El rey no podía ni tragar saliva. ¿Será por esta historia por lo que se dice que “los borrachos siempre dicen la verdad”? Vamos a ver.
Se atribuye a James Dean una moderna versión muy conocida que dice “Vive deprisa, muere joven y harás un bonito cadáver” aunque en realidad no es suya sino de Nick, un apuesto y joven personaje de la película “Llamad a cualquier puerta” (Nicholas Ray, 1949) quien, al enterarse de que su novia-amante se ha quedado embarazada y ante la insistencia de ésta de tener al bebé para formar una familia él le espeta: “¡No! Nada puede frenarme ya. A partir de ahora viviré a lo loco. Vale ya lo que yo decía. Vive deprisa, muere joven, etc…”. Vamos, que no estaba el muchacho para irse a ganar el pan de sus hijos ni andar cambiando pañales.
Pero nuestra generación es mucho más sabia o más práctica que Sileno. Ya hemos nacido, qué se le va a hacer. Y eso de vivir deprisa y morir joven está bien “pa un rato”, pero nada más, que es mucho lío. Mejor acomodarse, coger lo bueno, disfrutar la vida y, si se puede, mejor que mejor, gracias a papá Estado, jubilarse pronto. Es decir, como no podemos “des-nacer” sí que podemos, al menos, no dejar nacer, y ahorrarle tanto sufrimiento a posibles generaciones venideras. Y somos coherentes, vaya que sí. Y no traemos niños a este mundo patético e insufrible más que los justos para quitarnos el gusanillo (en España 1,33 es la tasa de fertilidad, una de las más bajas del mundo). De conocernos, Midas quedaría aún más estupefacto. Y a Sileno se le pasaría la jumera de golpe si nos viera.
Y no. No es una cuestión de permisos de paternidad, no es una cuestión de guarderías, no es una cuestión de dinero, ni de conciliación, ni de igualdad, ni de precariedad laboral. Nadie ha hecho por eliminar esos factores más que el paraíso escandinavo con muy magros resultados. Ni se acercan a la tasa de reemplazo generacional después de decenas de disposiciones legales y de miles de millones gastados (y eso contando con la fertilidad de la inmigración). Las tasas de fertilidad siguen siendo mucho más altas precisamente en aquellos países en los que ni pueden soñar con esas medidas. Se trata simplemente de una cuestión de pura coherencia. No tenemos hijos porque no queremos.
Esto es un suicidio. No lo digo yo. Lo dice la lógica. Y Alejandro Macarrón no se cansa de repetirlo y advertírnoslo. En su obra Suicidio demográfico en Occidente y medio mundo, ¿a la catástrofe por la baja natalidad? (2018) lo expone con meridiana claridad. Y a pesar de todo el hombre aún tiene esperanza, que estamos a tiempo de revertir la tendencia, y de ahí su infatigable labor desde la Fundación Renacimiento Demográfico.
Y eso, la esperanza, es la cuestión de fondo. Porque traer un niño al mundo es un acto de esperanza. ¿Y quién está dispuesto a ese acto? ¿Qué esperanza? ¿En qué mundo? Después del crack del 29, Hiroshima y Nagasaki y el infierno helado de la Vorkutá nada puede ser igual. Ninguna centuria ha mostrado con mayor claridad el horror que somos capaces de producir que el siglo XX que acabamos de dejar. Eso los civilizados, los hijos de la Ilustración. Los defensores de los derechos humanos y la liberación de toda servidumbre que nos esclaviza. Ningún país tenía más desarrollada su seguridad social ni más filósofos ni científicos por metro cuadrado que la Alemania que trajo el nazismo. El sueño de Platón, una república dirigida por filósofos, en manos de los socialistas ‘científicos’ inspirados por el filósofo Carlos Marx, convirtió en una cloaca infernal a la tercera parte de la superficie terrestre (y lo que aún colea). A ojos de muchos, aquellos valores que eran bandera de Occidente han, literalmente, reventado al mundo. La civilización occidental ya no da más de sí, iam foetet. Europa no es poco más que un enorme parque temático folclórico y lleno de jubilatas. La “pax americana” nos ofrece la estabilidad que se funda en más de 2500 cabezas nucleares, el iPhone, los videojuegos y la inteligencia artificial con la que sustituir nuestras rutinarias vidas (ah, y la ingeniería genética que terminará por transhumanizarnos, des-humanizarnos, al fin). Nos empeñamos en darle la razón a Toynbee: las grandes civilizaciones no desaparecen, se suicidan. ¿En qué tenemos que tener esperanza?
P.S.
Sileno, siendo inmortal, y con un Jumilla en la mano, podía permitirse decir todas las barbaridades que se le pasaran por la cabeza. Y tiene que flipar al ver cómo nos las hemos tragado. Sin embargo, estoy seguro de que le llena de curiosidad saber cómo en ese pequeño pueblo perdido del desierto de gente testadura, amantes como él de la vida, la fiesta y el vino, se ríen de sus supuestas verdades y todavía hoy, en todas sus clases sociales, sin distinción por nivel de riqueza ni de estudios, mantienen una tasa de fertilidad por encima de los 3 hijos desde hace ya bastantes decenios. ¿Qué tendrá Israel?
Publicado en La Opinión de Murcia.