Desde hace catorce cursos tomo la precaución de no usar libros de texto para explicar Literatura en mis clases de Secundaria y Bachillerato. La cantidad de lugares comunes e interpretaciones superficiales que me encontré en ellos cuando comencé a dedicarme a la docencia me instó a huir de ellos como de la malaria, y tenía totalmente olvidada a esta industria innecesaria y en muchos aspectos indecente hasta que el otro día un comercial me dejó varios ejemplares de muestra y material de diverso tipo. Entre éste, un curioso póster en el que aparecen personajes clásicos de la Literatura Española junto a un breve texto en el que se describen los valores que presuntamente aportan al aprendizaje vital de los alumnos.
Inevitablemente aparece don Quijote como prototipo de aquél que, leal a sus ideales, lucha por conseguir sus sueños entre mil adversidades. Ya comenté en este mismo periódico hace unos meses que don Quijote, lejos de ser un personaje positivo, es un demente que trata de imponer unos usos sociales y políticos anacrónicos pre-estatales en una España dotada de instituciones jurídicas y legales propias de un estado moderno, que suponían la superación de la incertidumbre y arbitrariedad forense y procesal del estado medieval: un idealista que no puede ni quiere ser soluble en la legalidad del estado.
También figura en el citado póster Melibea, la protagonista de La Celestina, como supuesta encarnación inocente y bondadosa del amor que va más allá de la norma. ¿Inocente y bondadosa una muchacha que trae la deshonra y la tragedia a su familia poniéndose en manos de una alcahueta de la peor calaña para echarse en brazos de un cretino que no tiene más planes para ambos que gozar de ella?
Pero, sin duda, el personaje que más me chirría en esa galería visual de figuras ejemplares es Laurencia, la heroína de Fuenteovejuna, presentada como la encarnación de la lucha contra las injusticias cometidas por el patriarcado. Como es bien sabido, en este drama de Lope de Vega se nos muestran los abusos de un comendador sobre todo un pueblo, que tienen como punto álgido el secuestro durante su propia boda y posterior violación de Laurencia, la hija del alcalde. En una célebre escena, la joven recrimina a su padre y a los aldeanos que no sean capaces de enfrentarse al comendador para que ponga fin a sus abusos sexuales y de poder, los insulta por su poca hombría, e insta a las mujeres encabezar una revuelta contra el déspota.
Laurencia se pone, por tanto, al frente de una reacción enérgica y empoderante contra el patriarcado. ¿O no?
Porque nada más lejos de la realidad. Las protagonistas de este tipo de dramas barrocos (El mejor alcalde, el rey o Peribáñez y el Comendador de Ocaña, también de Lope de Vega) son precisamente defensoras del patriarcado en tanto que sistema de normas establecido por hombres que instituye el intercambio de mujeres vírgenes entre sus padres y varones casaderos.
En Fuenteovejuna asistimos a la ruptura de ese pacto patriarcal que legitima el acceso carnal al cuerpo de la mujer al tomar el comendador a Laurencia sin la aprobación de su padre (que anteriormente sí había sancionado su matrimonio con Frondoso, su pretendiente). El patriarcado, lejos de legitimar, castiga con la mayor dureza concebible la violación, y por eso Laurencia se indigna ante la inacción de los varones del pueblo. La rebelión encendida por la joven no lo es en nombre de la libertad de la mujer, como dan a entender las explicaciones miopes o ideológicamente sesgadas de esta obra, sino que busca precisamente restituir ese orden social patriarcal que el comendador se ha saltado y que su padre y el resto de hombres de Fuenteovejuna no tienen el valor de defender. El caso de Laurencia es sólo una de las muchas interpretaciones que la crítica corta de vista ha perpetuado en los libros de texto que muchos compañeros aún siguen usando en sus aulas. ¿Hasta cuándo se seguirán resignando a que el empleado de una editorial les hagan su trabajo, y encima se lo haga mal?
Publicado en La Opinión de Murcia.