Por esas cosas ‘del verse bien’ y a tenor de cuanto se escucha en los medios, parece sensato restringir el consumo de ciertos alimentos. La carne roja es unfriendly con el medioambiente, el pescado está repleto de microplásticos, frutas y verduras llevan el etiquetado de transgénicas e incluso el tratamiento del agua es objeto de dudas razonables.
La acción de alimentarse requiere una gran heroicidad, cubrir esta necesidad comienza a tener tintes peligrosos, es difícil averiguar qué es bueno para comer y qué no. Aquello que hacemos para vivir comienza a ser peligroso para nuestra salud. Ante semejante panorama cuesta entender por qué hay tanto revuelo cuando nos tropezamos con la enfermedad de la anorexia. La privación de alimentos de manera intencionada se sigue dando hoy día aunque las redes sociales y los ‘ninis’ sean temas más candentes.
La anorexia colapsa la mente de cualquier persona cercana a la misma, no deja indiferente a nadie. Amigos y familiares quedan perplejos ante su llegada, es una inhóspita visita. ¿Cómo es posible que alguien se deje morir por no comer? En nuestras sociedades donde la obesidad está siendo una preocupación cada vez más creciente, llama la atención la presencia de auténticos esqueletos que hacen de la privación de alimentos un estilo de vida.
¿Es la anorexia una enfermedad como las demás? Desde un punto de vista social, no. Hay enfermedades con gran repercusión en los medios y desde ellos se anima a erradicarlas. Luego están las enfermedades cuyos pacientes son estigmatizados, la anorexia sería una de ellas.
La mayor motivación humana es conservar la vida, pero el comportamiento de aquellos que sufren anorexia es justo el contrario y, siendo así, hay algo de locura en tal manera de proceder. El enfermo pronto será tildado de loco, raro o caprichoso, como ya señaló Michel Foucault hace tiempo.
La anorexia es implacable y la falta de comprensión de las enfermedades mentales convierte a este colectivo en objeto de burlas más o menos crueles. La obesidad también es un problema pero no tiene la misma proyección social. Se acerca la Navidad y con ellas las comidas copiosas. Nadie reprochará la ingesta de alimentos dañinos, tampoco se recordarán los problemas de hipertensión incompatibles con esas magníficas comidas familiares. Sin embargo, el ritmo impuesto en estas bacanales es frenético y no aguantarlo puede generar conflictos entre anfitriones y comensales.
Bajo la máscara de la salud se encuentra el objetivo de perder peso. Una dieta que se va de las manos es el primer paso hacia la enfermedad, afección que cuestiona la necesidad básica de la alimentación y que por ello resulta incomprensible. Todo lo que escapa a la razón produce miedo y desprecio y como es tan difícil de gestionar, es objeto de escarnio público. El estatus de enfermo se pierde y las víctimas son tratadas como si fueran auténticos agresores a los que de manera continuada se les hacen reproches: «¿Cómo puedes actuar así?», «¡menudo disgusto para la familia!», «¿por qué ese comportamiento tan caprichoso?».
Apenas hay empatía con el enfermo de anorexia, se le tilda de loco y acaba aislado en guetos (foros pro-Ana y pro-Mía). Este aislamiento no preocupa al enfermo, allí encuentra la comprensión que le falta fuera. El uso de los espacios pro-Ana y pro-Mía ha contribuido a la aceleración y cronificación de la enfermedad, aunque los testimonios vertidos en esos foros también han ayudado a los especialistas a conocerla un poco mejor.
¿Cómo puede ser que nuestros jóvenes (y no tan jóvenes) comiencen a adelgazar a pasos agigantados sin percatarnos de ello? No lo hacemos porque desde un punto de vista social está bien visto andar por la vida siendo ‘un amasijo de huesos’ como dice la canción de Sidecars, o porque nunca ‘se es lo suficientemente delgada’, como reza el dicho.
La anorexia no es solo un asunto genético, sino que también es un asunto de suerte. Cuando se empieza a perder peso nadie se pregunta si esa delgadez proviene de una mala racha, de problemas en casa o en el trabajo. Se asume que delgadez y belleza son inseparables. Gracias a la dieta se pierde peso y quienes se percatan de ello suelen alabar dicha pérdida como una mejora en el aspecto físico. En lugar de tantos cumplidos sobre la recién estrenada delgadez, sería mucho más responsable preguntarse por cuáles han sido las causas de esa dieta y cuáles son los objetivos propuestos.
Ni la prostitución es el oficio más viejo del mundo, ni los problemas de alimentación son nuevos. El ayuno es una práctica habitual en ciertos colectivos, la huelga de hambre es una forma de reivindicación social y política. El momento en que una dieta, un ayuno o una huelga de hambre se transforman en un problema de anorexia es difícil de determinar.
Las prácticas discriminatorias de antaño vuelven cuando valoramos este problema. No se habla de enfermos de anorexia, se habla de anoréxicos, y se remarca así la imposibilidad de dejar la enfermedad atrás. Se piensa con cierta frivolidad que la anorexia es una elección (propia de seres frágiles expuestos a la presión social) y no algo sobrevenido. Habría otras enfermedades, las propias de sujetos luchadores y valientes.
Dejemos a un lado el deseo humano de querer entenderlo todo, abandonemos por un momento esa soberbia, y admitamos que la anorexia es una enfermedad como cualquier otra, nunca una elección. La cura de este mal no sólo queda en manos de los profesionales de la sanidad sino que la creación de un espacio de confianza donde sea posible el ejercicio del diálogo sin hostilidad y sin miedo a ser juzgado propiciará sin lugar a dudas la vuelta a casa, la vuelta a la tan ansiada y necesaria cotidianidad.
Publicado en La Opinión de Murcia