Si analizáramos la fisonomía de nuestras ciudades con criterios estrictamente funcionales y de acuerdo con las necesidades actuales, no entenderíamos por qué su casco antiguo presenta un trazado irregular de calles estrechas, en vez de grandes avenidas rectas. Pero las ciudades son el resultado de un lento proceso de modificación de estructuras preexistentes para ajustarlas a las necesidades que han ido surgiendo a lo largo de los siglos, reutilizando los espacios y materiales previos. Es mucho más fácil urbanizar un barrio de nueva creación que remodelar uno antiguo para hacerlo más funcional, igual que para un arquitecto es mucho más sencillo diseñar un edificio nuevo para albergar un museo (como hizo Calatrava en la Ciudad de las Artes de Valencia) que reutilizar uno antiguo (como hizo Moneo con el Museo del teatro romano de Cartagena). Pero no siempre es posible; la mayoría de las veces hay que modificar lo que ya existe.
Esto sucede, también, con nosotros mismos. Nuestro cuerpo y nuestra mente son el resultado de un largo proceso evolutivo que comenzó hace casi 4.000 millones de años, cuando apareció en nuestro planeta la primera forma de vida. En conjunto, nuestro organismo constituye un maravilloso prodigio de diseño funcional. Pero también encontramos en él estructuras inútiles, como el apéndice, a las que llamamos órganos vestigiales; otras que se han tenido que adaptar a un uso distinto de aquel para el que se formaron, como la columna vertebral; y otras poco prácticas, como la faringe, la cual utilizamos tanto para comer como para respirar, dando lugar a la posibilidad de atragantarnos (cualquier ingeniero habría diseñado una vía distinta para la entrada del aire y la del alimento, lo que permitiría tragar y respirar a la vez). No todo es perfecto; como dijo socarronamente un biólogo, ¿qué arquitecto habría diseñado una ciudad en la que la zona de recreo estuviera junto a la de evacuación de residuos?
Pero es sobre todo en lo que concierne a nuestro cerebro cuando más nos cuesta entender que también ha evolucionado a partir de estructuras previas más primitivas. Tendemos a maravillarnos por los logros de nuestra capacidad intelectual, y nos sorprende que, en muchas ocasiones, el ser humano se comporte de manera absolutamente estúpida (ya dijo Einstein que la diferencia entre la inteligencia y la estupidez radica en que la primera tiene límites).
Se suele decir que nuestro encéfalo es una superposición de tres estructuras: una de ellas, llamada cerebro de reptil, se encarga de las funciones más primitivas, es decir, de la respiración, del latido cardiaco y de todo lo que nos mantiene con vida (básicamente, se corresponde con el tronco encefálico); el cerebro de mamífero, por su parte, se encarga de regular las emociones y los instintos, y sus centros de control se hallan en el sistema límbico; por último, la corteza cerebral o neocórtex se encarga de las funciones cognitivas superiores.
Sin el sistema límbico, seríamos máquinas incapaces de sentir emociones; pero esta estructura es muy primitiva y se ha mantenido al margen del extraordinario desarrollo evolutivo que ha acontecido en nuestro neocórtex en el último millón de años. Y es esta parte del cerebro, sin la que no seríamos plenamente humanos, la que nos hace comportarnos, en ocasiones, de forma irracional.
Stevenson lo planteó como una dicotomía entre Jekyll y Hide, y Freud lo expresó mediante la tríada: id, ego y superego. El caso es que el ser humano idea, construye e inventa mediante el neocórtex, logrando un éxito incuestionable; pero las relaciones con sus congéneres están mediadas, muchas veces, por esa otra estructura de su cerebro más primitiva y manipulable, que es el sistema límbico. Pero constatar que existen unos condicionantes biológicos que afectan a nuestra conducta, en ningún caso significa justificar los actos moralmente reprobables: el comportamiento humano maduro surge, precisamente, en el ajuste o desajuste entre el instinto y la razón.
Nuestra realidad orgánica mantiene estructuras residuales (como el casco antiguo de las ciudades) que, en lugar de facilitar la adaptación al actual entorno, son un estorbo. El modo instintivo en que sentimos prevención y rechazo ante los extraños fue útil para la supervivencia y la cohesión de los grupos humanos en torno a un ´nosotros´, opuesto a un ´ellos´; pero actualmente, este sentimiento, que podríamos llamar nacionalismo o xenofobia, constituye un lastre para la convivencia en un mundo globalizado.
Tras las elecciones en Cataluña, algunos se han sorprendido de que la constatación de que la deriva nacionalista ha empobrecido la economía catalana no haya supuesto un revulsivo capaz de hacer recapacitar a los nacionalistas sobre la conveniencia de continuar con el ´procés´. Pero no podemos pretender que los prisioneros que llevan toda la vida contemplando las sombras, al fondo de la caverna, acepten fácilmente que es falsa la única realidad que han conocido.
Al nacionalismo no se le puede vencer con argumentos, ya que (parafraseando a Pascal) el sistema límbico tiene motivaciones que la razón no comprende. La única solución posible es combatir la manipulación emocional a la que han sometido durante décadas a los catalanes. Y para ello, es necesario actuar sobre sus principales herramientas de ingeniería ideológica: la televisión autonómica y las escuelas; como no se está haciendo, es solo cuestión de tiempo que, finalmente, sean tantos los abducidos por la fiebre nacionalista, que la secesión sea inevitable.
Debemos estar en guardia frente a todos los fanatismos: por mucho que progresen nuestras sociedades, mientras que sigamos reteniendo comportamientos inscritos en antiguos códigos biológicos, será posible manipular al animal humano para que se deje llevar por sus instintos más primarios.
Publicado en La Opinión.