
Imaginemos un hincha de un equipo de fútbol de esos que están secularmente enfrentados con el otro de la misma ciudad (puede ser Sevilla, Buenos Aires o Milán, tanto da). Imaginemos que su club quiebra y un empresario compra el estadio para traer un nuevo equipo con distinto nombre, uniforme y plantilla. El hincha se adscribirá a él, no tanto por apego (inexistente) al club recién llegado, como por su rechazo a abrazar los colores del odiado rival.
Algo similar le ocurrió al marginal comunismo español cuando la Unión Soviética y sus satélites desaparecieron y sus espacios fueron ocupados por siniestros nacionalistas ultraconservadores: había que alinearse con los nuevos señores porque cualquier cosa era preferible a renunciar a la inquina intrínseca hacia Occidente y la OTAN. Por eso en abril de 1999, en el punto álgido de su relevancia política (con veintiún diputados en las Cortes) y también de su chifladura (apenas se diferenciaba de su caricatura en los guiñoles de Canal Plus), Julio Anguita se despachó así la intervención militar de la OTAN en Yugoslavia ante la limpieza étnica que Serbia estaba realizando sobre la población albanesa de la provincia de Kosovo: “Milosevic tiene el defecto de ser de izquierdas, y por eso hay que acabar con él”. Si a alguien le quedaban dudas de la cordura de Anguita, las aclaró con la memorable frase: Izquierda Unida perdió trece escaños en las siguientes elecciones generales, apenas dos años después. El papelón que Unidas Podemos está desempeñando estos días blanqueando a Putin, haciendo desplantes a Zelenski, igualando a agresor y agredido y negando a Ucrania armas con las que ejercer su legítima defensa, es muy similar.
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