Crecepelo para incautos

Tomada de La Tribuna de Valladolid (23/7/2018)

Hace mucho, mucho tiempo político (un par de años o así) cuajaba en la ciudadanía española la idea de que era necesario cambiar los paradigmas imperantes en la práctica política relativos a nombramiento de candidatos, confección de listas electorales, permanencia de una misma persona en un cargo público y modificaciones en la normativa electoral para acercar el concepto de ‘una persona, un voto’ a su verdadera esencia. Con estas medidas, jaleadas por tantos, se pretendían loables objetivos: que a la política accedieran personas preparadas intelectualmente y con demostrada valía profesional, que la ciudadanía tuviera mayor participación a la hora de nombrar candidatos (listas abiertas), mitigar las consecuencias de la simbiosis entre política y función pública, pues desde las últimas elecciones generales, los funcionarios públicos, que suponen el 3,4% de la población española ocupan el 36% de los asientos en el Congreso de los Diputados, y sobre todo, que un puñado de flequillos al hacha o de segadores sin fronteras no tuvieran tan fácil dar tanto por saco, de forma regular e inmisericorde, a millones de conciudadanos.

Todo muy español. Estábamos tan ocupados maldiciendo la falta de ética de nuestra clase política mientras circulábamos con la bici por la acera y olvidábamos pagar el IVA en la factura, que no fuimos capaces de darnos cuenta del trampantojo democrático con que venían a obsequiarnos, unos con juvenil entusiasmo y otros arrastrados por la opinión más publicada que pública. Sí, las primarias para elegir a los cabezas de listas electorales. Si lo piensan, la ventaja para sus promotores es clara: le damos a usted la oportunidad de elegir previo pago de una cuota de afiliado. Algo así como una promoción comercial que busca la fidelidad del cliente. Nada de modificar la ley electoral para que todos los ciudadanos elijan libre y directamente a sus aspirantes a representante, no vaya a ser que se equivoquen, sobre todo, incluyendo libremente entre sus preferencias más mujeres que hombres o viceversa en la lista definitiva que, no lo olviden, parece democrática porque es (casi) paritaria, aunque sea impuesta.

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El privilegio como exigencia

La tiranía de las minorías. (Pushing Time — Image by © Images.com)

Que en las decisiones humanas intervienen no solo factores racionales, es algo de lo que no cabe duda. Pensemos en el siguiente dilema: en un concurso, Usted dispone de 100.000€ que puede repartir como estime oportuno con otro concursante: puede dárselo todo, o la mayor parte, a él; puede repartirlo en proporciones iguales; o bien puede quedárselo todo, o la mayor parte, Usted. El problema es que, una vez realice su oferta, ya no podrá modificarla, y entonces será el otro participante el que decida si la acepta o no. En caso de no aceptarla, ambos se quedarán sin nada. ¿Qué cantidad ofrecería al otro concursante? Está claro que lo más sensato es ofrecerle una cifra lo suficientemente sustanciosa para que no pueda rechazarla, pero que le garantice a Usted el máximo beneficio. No obstante, si su oponente fuera una inteligencia artificial, está claro lo que debería hacer para asegurarse la máxima ganancia: ofrecerle 1€ y quedarse Usted el resto. Analizada la oferta desde un punto de vista estrictamente racional, un ordenador llegaría a la conclusión de que 1€ es mejor que nada, por lo tanto, la aceptaría sin dudarlo; es pura matemática: 1>0. Pero si le ofreciera dicho trato a un contrincante humano, se quedaría sin un céntimo.

Las personas basamos muchas de nuestras decisiones en aspectos emocionales y no solo racionales. Si a una persona le ofrecen un reparto tan desigual, se sentirá ofendido y preferirá rechazarlo antes que sentirse insultado de esa manera. En este caso, la cuestión se dirime en un plano emocional: un trato tan injusto solo puede provenir de una mala persona o de un enemigo. Si el otro es mi enemigo, el análisis deja de realizarse en un plano de ganancias y pasa a estimarse en el de pérdidas: negándome a aceptar su oferta, él pierde más que yo; así de sencillo. Prefiero quedarme sin nada, si el que me cae mal pierde aún más. Este tipo de cálculos podría poner en evidencia, de forma mucho más grotesca, la miserable condición de la naturaleza humana. Pensemos en el siguiente trato: por cada bofetada que alguien se pegue a sí mismo, su mayor enemigo recibirá tres. ¿Se imagina cuánta gente se golpearía hasta perder el conocimiento?

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El próximo esclavejío

Apunten la fecha: primavera de 2021. La próxima crisis vendrá causada por la mala planificación fiscal de los gobiernos. Y existe una alta probabilidad de que los gobiernos tomen malas decisiones de política fiscal, dada la corriente populista que invade el ADN de los todos los partidos políticos. Bajadas de impuestos, incremento de subvenciones, ocultación de déficits, mantenimiento de redes clientelares y errores en políticas sectoriales van a derivar en un tsunami de cuidado, así que mucho ojo con las promesas electorales. Y los bancos centrales sin subir los tipos de interés.

No seré yo quien se niegue a bajar los impuestos, es más, todos estamos de acuerdo en que cuanto menos nos quiten mejor, si bien entiendo que para que esto suceda se deben asumir determinados compromisos. Desde hace algunos años el protocolo de elaboración de los presupuestos públicos ha adquirido una dinámica preocupante. Con la justificación del establecimiento del Estado del Bienestar y la necesidad de financiar los gastos que esto conlleva hemos pasado de procurar disponer de fondos para su consolidación a hacer de los presupuestos públicos una suerte de saco financiador de ocurrencias y disparates. De ahí que se necesiten ingentes cantidades de dinero, que sale de nuestros bolsillos, hasta el punto que ya no se prevé la consolidación de un modelo de Estado que provea determinados servicios sino que se consolida, a toda costa, la premisa de mantener al Estado, sean cuales sean (cuantos más mejor) los servicios que presta. Ni qué decir tiene que este modelo consolidado incluye subvenciones a cascoporro que mantienen redes clientelares y perjudican las ganancias de productividad de la economía. Esto, aunque vestido de legalidad, se llama corrupción y la corrupción lastra el crecimiento.

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El perro de Maluma

La llamada clase política no goza de buena prensa. Es frecuente hablar de ellos en términos despectivos, como una panda de rascaboinas. No digo que sea verdad. Digo que a veces se detecta esa opinión, a sabiendas de que la opinión (por pública que sea) no tiene por qué coincidir con la verdad.

Sorprende, por eso, que cuando los políticos se ponen de acuerdo, entonces empiezan a tener más que buena prensa: los medios de comunicación les hacen la ola. Que es como si un acuerdo entre mafiosos fuera, sólo por haberlo pactado, digno del Nobel de la paz. La sabiduría popular, tan certera como puñetera, va por otro lado cuando sentencia aquello de reunión de pastores, oveja muerta.

Y así ocurre que los denostados cuatro partidos que integran la Asamblea han pactado el nuevo Estatuto que pondrá a Murcia en la Champions League de las autonomías. Y sólo por eso, los rascaboinas se transforman en “sus señorías”. Si no, miren la prensa estos días. Comprobarán que nadie (nadie que cuente, se entiende; ninguno de los nuestros, claro) nadie escatima alabanzas al pacto. Y así le andan, felices los cuatro, legislando tó el rato, a ritmo de Maluma baby. Y es que este pacto estatutario, a estas alturas, podría dar la impresión de que el mismo perro de Maluma ha marcado el territorio y que los cuatro son tal para cual, Maluma dixit.

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Unidad

Bismarck tocando la guitarra española. Gunilla, digna sucesora.

Desde que tengo uso de razón la mayoría de elecciones que ha habido en España han sido calificadas como históricas por los medios de comunicación. Ese afán por dramatizar estos procesos ha sido hasta ahora meramente retórico. Sin embargo, me parece que las próximas elecciones del 28 de abril, sí que pueden ser definidas con propiedad como históricas.

Ni el feminismo, ni el cambio climático, ni el derecho a la vida, ni la enseñanza, ni ningún otro tema parecen importantes frente al mayor peligro que tiene planteado nuestra nación, que no es otro que la unidad. No me corresponde a mí hacer aquí de historiador, pero lo que tengo claro es que España como nación no es un concepto discutible.

A lo largo de los siglos han ido sucediéndose por nuestro suelo civilizaciones que han ido haciendo sus aportaciones para cuajar en uno de los primeros estados-nación de Europa en la época de los Reyes Católicos con unas fronteras que se han conservado casi inalteradas desde entonces. La Constitución de 1812 establece un hito esencial en el desarrollo de la nación española. El artículo 3 proclama: “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”. Por tanto, a partir de este momento y a pesar de los retrocesos durante el siglo XIX debido a la resistencia absolutista, la soberanía deja de residir en la Corona para pasar a residir en el pueblo español. Y luego, la Constitución de 1978, también deja muy claro en su artículo 1.2 que “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”.

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