La responsabilidad social corporativa puede definirse como un instrumento de gestión que refuerza y mejora los impactos que una determinada acción, sea empresarial, social o política tiene sobre la sociedad que los recibe. Para ello debe responder a una perspectiva global e integradora que tenga en cuenta aspectos de responsabilidad, sostenibilidad, competitividad y participación. Ha de ser innovadora tanto en objetivos como en procesos, generando un triple impacto (personas, entidades, sociedad) para el que resulta imprescindible una correcta identificación, interpretación y gestión de los llamados grupos de interés, individuos y colectivos que se ven concernidos y afectados por esas decisiones.
Y por lo que respecta a las instituciones, entronca directamente con lo que se conoce como buen gobierno, esto es, se ejerce de forma objetivamente correcta, pues persigue cumplir con los intereses generales. En definitiva, es legal, transparente y eficiente. Todo esto en potencia, ya que la reflexión que quiero hacer confronta este ideal teórico con la práctica habitual en muchos departamentos de las distintas administraciones públicas.
Porque si el buen gobierno, por medio de una gestión adecuada y transparente es capaz de generar valor, por fuerza debe realizar una adecuada interpretación de las expectativas de la sociedad. ¿Es esto lo normal en la práctica de la Administración? Veamos ejemplos concretos: los valores de respeto, cuidado y mejora del medio ambiente forman parte de una nueva cultura ciudadana, y las Administraciones públicas así quieren entenderlo y asumirlo. Pero cuando actúan con la mejor de las intenciones, por ejemplo, para promover medios de transporte saludables y no contaminantes como la bicicleta suelen hacerlo atendiendo a los requerimientos (cuando no exigencias) de determinados grupos de interés en detrimento de otros. Miden mal las expectativas del conjunto de la sociedad, ignorando que el éxito de una política de movilidad sostenible no radica en el número de bicis que circulan por la calzada (no digamos la mayoría que lo hacen por aceras y calles y plazas peatonales), sino en el número de vehículos contaminantes que sacamos de nuestras calles. Dicho de otro modo, se subvencionan con los impuestos de todos prácticas que resultan molestas e inseguras, por permisivas, para otro importante grupo de interés, los peatones.
Otro ejemplo podría ser la gestión que se ha hecho de una normativa como la conocida como Ley anti tabaco. Para contrarrestar el desacuerdo del sector de bares y cafeterías con esta norma, proliferan en la vía pública salones desmontables a los que llaman ‘terrazas’ (¡ay, la posverdad de lo cotidiano!) completamente cerrados durante varios meses al año, en los que se disponen ceniceros y se infringe la ley a la vista de todos. Obvia decir que aquí hay dos grupos de interés plenamente satisfechos. Como el del colectivo de sanitarios fumadores que existe en todos los centros de salud y hospitales, y cuyos recintos se han convertido en reservas donde proliferan las señales de humo. ¿Es responsable dictar normas que la propia Administración ayuda a incumplir? Por no hablar de cuestiones tan en boga como las políticas salariales no discriminatorias, sobre las que nos aleccionan permanentemente mientras mantienen esquemas retributivos tan obsoletos como premiar económicamente la antigüedad en el desempeño laboral, en vez de aplicar criterios basados en su totalidad en el mérito, la capacidad y la necesidad del servicio que se presta. Pongo estos ejemplos precisamente para potenciar el valor que el ejercicio de la responsabilidad social tiene en todos nuestros actos y decisiones cotidianas, y en ningún caso con afán de señalamiento a tal o cual administración.
Por tanto, ha de procurarse que los valores que se generan por medio de la responsabilidad social puedan ser asumidos por el total de los grupos de interés que se ven afectados por esas decisiones, y no sólo por algunos de ellos, que suelen coincidir con los de mayor capacidad de movilización o presión. Esta vieja práctica ha conseguido que los poderes públicos pequen cada vez con mayor intensidad de hipocresía: usan muchos recursos para recordarnos a los ciudadanos cómo deberíamos ser y lo que deberíamos hacer y muy pocos para ser ellos motores y catalizadores de este nuevo paradigma.
En definitiva, un buen gobierno responsable socialmente se sustenta sobre cuatro pilares: legalidad, equidad, participación y transparencia. Se trata de adoptar decisiones en función de datos fiables y premisas ciertas, utilizando herramientas que aseguren los cuatro principios antes mencionados. La suma de todo ello convertirá ese desempeño de gobierno en eficiente, y reconocido así por una mayoría ciudadana.
¿Y para conseguirlo? Yo empezaría disponiendo de personas capacitadas para entender los cambios y las nuevas formas de relación que imperan ya en las vanguardias sociales y ciudadanas. Que las Administraciones públicas sean ambiciosas e incorporen en sus plantillas a consejeros o gestores especializados en responsabilidad social. A personas que innoven, que remuevan cimientos. Que superen las inercias de siglos. Que sean capaces de gestionar adecuadamente las expectativas de todos los grupos de legítimo interés que conformamos la sociedad. Lo contrario, como el viejo aserto, «al indiferente, la legislación vigente».
Publicado en La Opinión de Murcia.