El ser humano está sometido a muchas limitaciones. Nos sabemos frágiles, vulnerables. Y con capacidad de sufrir y de hacer sufrir.
El sufrimiento, personal o ajeno, provoca en nosotros respuestas que van del agobio al estrés pasando por la sensación de impotencia. La actitud con la que nos enfrentamos al sufrimiento es una cuestión que depende fundamentalmente de nuestra personalidad, de nuestra educación cultural y de nuestra libertad.
Hay quienes consideran que se tolera mejor el sufrimiento propio que el de los demás. De hecho, ver a nuestros semejantes padecer algún tipo de dolor físico, emocional o social, puede producir en nosotros una sensación empática de apropiación que nos hace vivir su sufrimiento como si fuera nuestro, sobre todo cuando el que sufre es un ser querido o cuando el otro es, en palabras del filósofo y médico norteamericano Tristam Engelhardt, un cercano moral, que conoces y ves, y no un extraño moral, a quien desconoces o cuya existencia no afecta en nada a la nuestra.
El sufrimiento ajeno nos sitúa en una posición de espectadores que nos invita a reflexionar sobre nuestra acción o inacción ante el mismo. Puede suponer, para nosotros, una recreación de la experiencia que padece el otro que nos haga posicionarnos de manera indolente o doliente frente a dicho mal ajeno. En definitiva, el sufrimiento del otro produce una gran paradoja en nuestro interior. Por una parte irremediablemente nos afecta pero, por otro lado, tenemos la posibilidad de poder gestionar el nivel de afectabilidad que este puede provocar en nosotros.
La percepción empática del prójimo sufriente, la capacidad de comprender las emociones y sentimientos de los demás, de intentar ponernos en la piel de nuestros semejantes, es una destreza emocional que todos tenemos. Facilita la sociabilidad, la creación de lazos de afecto que puede ser una base de sustentación de las relaciones humanas pero puede también patologizarse en el denominado síndrome de la hiper-empatía, donde no solo ayudamos a quien lo necesita, sino que hacemos nuestros sus problemas, viviéndolos y afrontándolos como si de verdad fueran propios.
Las llamadas neuronas espejo juegan un papel crucial en el sistema nervioso y en el cerebro cuando observamos a alguien hacer o sentir algo con cierta intensidad emocional (llorar, reír, gritar, etc.). Para muchos neurocientíficos estas neuronas espejo parecen estar implicadas en la empatía moral y resultan sumamente interesantes por la posibilidad que tienen de convertir los sentimientos empáticos de comprensión y ayuda mutua en estados afectivos que redundan en beneficio o perjuicio de quienes desarrollan esta capacidad.
Al hilo de esto hay autores que hablan de neuronas sociales y de contagios emocionales que se producen en muchas interacciones de pareja, de familia, de amigos o meramente grupales. Para ellos existe una empatía social que permite que muchas personas puedan experimentar emociones idénticas en un mismo contexto de espacio y tiempo, sobre todo cuando se comparten eventos deportivos, representaciones teatrales, acontecimientos políticos, vivencias religiosas, etc.
Ahora bien, el problema de reflexionar sobre el sufrimiento empático supone, entre otras cosas, tener que hacerlo desde la civilización contemporánea, cada vez más compleja y diversa, donde la moral frente al prójimo se ha distorsionado y dejado llevar por un utilitarismo atroz, que impregna muchas relaciones humanas de usos y abusos del otro en favor del puro y duro interés personal. Cuando las relaciones interpersonales se miden en términos de costo-beneficio, de instrumentación, de comercialización o, lo que es peor, en términos de consumo, el valor ético de la convivencia resulta inestable, problemático y profundamente egoísta.
Algunos, como el filósofo y sociólogo polaco Zygmunt Bauman han bautizado a nuestra generación como una modernidad líquida, como una sociedad efímera e inestable donde todo cambia constantemente, donde las relaciones interpersonales se tornan frágiles, donde la megatecnología social de los cibersujetos provoca una cosificación del hombre a las nuevas redes, donde los sentimientos y las emociones pierden su centralidad, se deterioran y hasta se pierden en la incertidumbre. Esta domesticación y doblegación de lo humano a la racionalidad económica y tecnocultural hace que nos volvamos impermeables a los sufrimientos ajenos y que estemos perdiendo la capacidad de sentir empatía hacia los mismos.
Considero que la empatía psicoemocional de los unos para con los otros, vivida en clave saludable y madura, sirva de guía para el desarrollo de nuestra sensibilidad hacia el sufrimiento de nuestros semejantes y nos impulse a ser actores corresponsables de una modernidad sólida más justa y humanizada.