Suma y sigue, ¿hasta cuándo?

93.131. Parece un número de la lotería, pero es una cantidad de víctimas mortales. En la estadística oficial que el INE publica cada año sobre el número de defunciones según su causa de muerte sólo las enfermedades cardiovasculares o los tumores tienen una capacidad letal tan grande. Sin embargo a éstas víctimas ni las ha matado ninguna enfermedad ni las encontrarás en esa lista. Y si a las 93.131 de este año les sumamos las 94.188 del año pasado, las 94.796 del anterior y, así, todas hasta las del año 1986, llegamos a un total de 2.195.790 víctimas mortales. Con los datos oficiales en la mano, en la España de hoy se produce legalmente un aborto por cada cuatro nacimientos. Nadie con un mínimo de sensibilidad puede ser indiferente ante estas cifras.

Ni siquiera aquellos defensores del aborto libre en su condición de adalides de la mujer. Desde un punto de vista meramente técnico no deja de ser una auténtica salvajada que para el control de la población casi cien mil mujeres al año tengan que pasar por quirófano para enfrentarse a una intervención no exenta de riesgos físicos y psicológicos cuando casi todos esos embarazos podrían haber sido evitados fácilmente dada la enorme, variada y accesible disponibilidad de medios de control que existen, incluyendo la PDD (píldora del día después). El objetivo declarado de las reformas que han liberalizado y legalizado la práctica del aborto, repetido por activa y por pasiva un millón de veces era el de «reducir el número de embarazos no deseados». A todas luces, el fracaso no puede haber sido más absoluto o el objetivo no podía ser más falso. Pero, dejando este fracaso aparte, ¿de verdad que no es posible construir un futuro que defienda la igualdad de oportunidades para hombres y mujeres sin que la mujer tenga que someterse a esta sangría? Yo creo que es imposible defender esta posición desde un mínimo de sentido común.

Pero no quiero hablar del aborto tanto desde la perspectiva de la mujer que se somete a él como desde la perspectiva de la vida que se ‘interrumpe’. Para algunos, si el aborto es un problema, no lo es más que en el sentido técnico apuntado y no hay más afectadas que las mujeres («nosotras parimos, nosotras decidimos»). Los hombres no pintarían nada en esto. De lo único que se trata es de evitar la extirpación quirúrgica de un ‘conjunto de células’ y, si no se puede evitar, hacerlo con el menor riesgo. ‘Conjunto de células’, ‘pedazo de tejido’… No hay más. En efecto, esa es una de las ideas más difundidas desde la mentalidad abortista: no estás matando a nadie, sólo estás extirpando una excrecencia en tu cuerpo que no deseas que siga prosperando. No hay más motivo ni explicación que dar. De hecho, no se da. Aproximadamente, el 90% de los abortos contabilizados se produjo «a petición propia de la madre». Y, en su lógica, nadie puede llevarles la contraria. ¿Por qué no va una mujer a poder eliminar quirúrgicamente una proliferación de tejidos en su matriz? ¿Quién tiene derecho a decirle que no?

Pero el aborto-liposucción, una de las ideas centrales de la propaganda de la industria abortista, es totalmente insostenible desde la ciencia más básica. Ese ‘conjunto de células’ procede, entre otras cosas, de la singular mezcla del material genético de los gametos aportados por los padres (espermatozoide y óvulo). Desde el primer instante, esa combinación única supuso el comienzo de una nueva vida única. Tan única como la del padre, tan única como la de la madre y distinta de ambos.  Ese nuevo ser ya es identificable como niño (XY) o como niña (XX) desde el mismo momento de su concepción. Pero el abortismo, queriendo tapar el sol con un dedo, parece que está dispuesto a afirmar que algo puede ser niño o niña sin ser persona. Mucho estamos aprendiendo de los hitos de este increíble desarrollo embrionario y fetal. Sabemos, por ejemplo, que a los 18 días, a la vez que empiezan a formarse nuestros ojos ya tenemos neuronas en actividad; a los 21 días, las primeras células de nuestro corazón comienzan a contraerse como lo harán con cada latido durante los años de vida que, nosotros sí, tengamos por delante.

No, no se trata de un ‘pedazo de tejido’ de la madre gestante. De hecho, no se trata de algo, sino de alguien. Hace poco saltó a los medios la noticia de Tina, una niña concebida in vitro, que se pasó 24 años criogenizada antes de que su madre gestante, Emma, concebida de forma clásica por sus padres sólo 18 meses antes que Tina, decidiera sacarla del tanque de nitrógeno líquido en la que se la confinaba para ofrecerle su calor, acogerla en su seno maternal y traerla al mundo. Sólo quien quiera engañarse a sí mismo podrá afirmar que Tina era sólo un pedazo de carne de Emma.

¿Y qué pasa cuando el ‘conjunto de células’ ya está crecidito? Según las estadísticas oficiales, aproximadamente el 30% de las IVE se produjo después de la octava semana, es decir, cuando la persona ya es un feto y ha adoptado su reconocible forma humana. Aquí, el argumento del ‘aborto-liposucción’ ya no vale y a lo que único a lo que puede apelarse es al contrasentido de que se reconozca que alguien tiene derecho arbitrario sobre la vida de alguien. Dan ganas de castigarles a escribir 2195790 veces aquello de «el sujeto de derecho no puede ser objeto de derecho», a ver si lo pillan. Tal vez sería mejor que se dejaran maravillar por ese brillo especialísimo en la mirada que comunica la sal a los que, como Giana Jessen Melissa Ohden, después de varios meses de gestación, vinieron al mundo en medio de su propio aborto por inyección de suero salino. Los abortistas y los aborteros mirarán para otro lado para seguir haciendo, literalmente, de tripas, corazón, y seguir sumando. ¿Hasta cuándo?

Publicado en La Opinión de Murcia

Marco A. Oma

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