Tengo el privilegio de publicar en esta santa casa desde hace doce años y cuando afronto el artículo de septiembre u octubre me surge el problema de qué tema elegir tras los meses de silencio estival porque han sucedido muchas cosas. Una nota internacional no puede pasar por alto el discurso de la niña sueca Greta Thunberg en la Cumbre del Clima celebrada en la ONU haciéndonos reflexionar sobre qué tipo de planeta vamos a dejar a Mick Jagger y Keith Richards cuando nos hayamos ido. Desde un punto de vista nacional podría hablar sobre el delicado aterrizaje en el PSOE que Errejón lleva años preparando meticulosamente y que empieza a tomar cuerpo, o sobre cómo Podemos se ha convertido en el voto útil de la derecha porque es la mejor garantía de que no gobierne Pedro Sánchez (si Pablo Iglesias no es un infiltrado, casi nada de la política del país en los últimos años tendría sentido). No sería tampoco mal tema el estupor que me produce que la gente se eche las manos a la cabeza con los tres últimos accidentes mortales en los aviones que sirven de entrenador básico, medio y avanzado (el T-35, el C-101 y el F-5) para los pilotos del Ejército del Aire, cuando se trata de aparatos con más de treinta años de vuelo (más de cuarenta los F-5), cuyos reemplazos ni siquiera se han decidido en un bochornoso ejercicio de desidia institucional. Desde un punto de vista regional me habría gustado cavilar sobre lo cerca que los medios de comunicación están siempre del porno emocional y de la exhibición gratuita del sufrimiento ajeno tras la catastrófica gota fría sobre el Mar Menor. Y cómo no sustraerse a la tentación de lo municipal (cartagenero en mi caso), con un ayuntamiento que bien podría llamarse, como la finca de Jesulín de Ubrique, Ambiciones.
Pero no, porque el pasado fin de semana, visitando la Feria de Antigüedades que organiza IFEPA en Torre Pacheco, pensé que prefería disertar sobre otra cosa. Mientras caminaba por esa especie de Valhalla para trastornados con el síndrome de Diógenes por el que los amantes de lo viejo deambulamos como insomnes buscando nuestros caprichos, reflexionaba sobre qué había llevado a los sucesivos propietarios de todos esos objetos (había desde un pequeño oratorio barroco de retorcidas columnas hasta chapas de botellas de refrescos tan oxidadas que era imposible adivinar a qué bebida pertenecían) a guardarlos, a no deshacerse de ellos y a ponerlos una y otra vez en circulación para que ignotos interesados futuros se hagan con ellos. Y me alegraba profundamente de que esos objetos se hayan salvado de la destrucción porque tal vez su destino era caer en manos de un oscuro coleccionista de lo insólito décadas después de su fabricación. Bendito legado rebozado en ácaros y polvo. ¿Qué dejaremos a nuestros descendientes nosotros, habitantes de una época caracterizada por la falta de soporte físico para las producciones? Como casi todo lo que hoy se hace es intangible, o si no lo es, es reciclable, biodegradable o autodestructible, nuestro legado probablemente se reducirá a millones de fotografías de absurdo hedonismo en Instagram, demenciales tutoriales sobre el asunto más peregrino en YouTube, insufribles monólogos proselitistas en Facebook, sesudas reflexiones propias de un Demóstenes de todo a cien en Twitter y toneladas de basura autorreferencial y prescindible hacinada en la nube. Parafraseando libremente a Borges, palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras vacuas y necias, palabras de otros, serán la pobre limosna que legarán nuestras horas y nuestro siglo.
Publicado en La Opinión de Murcia.