Una habitación infantil. Estanterías repletas de coches, muñecos y algún marco con fotos. Una mesita donde duerme la videoconsola de turno junto al pequeño televisor. Debajo, una torre de Pisa de videojuegos a punto de desplomarse. Al fondo, en su escritorio, tan concentrado como sobreexcitado, un niño armado con rotulador desafía todos los principios de la ergonomía, haciendo círculos frenéticamente sobre los juguetes deseados de esa guía introductoria al consumismo para jóvenes: el catálogo de juguetes. Esa Biblia que para muchos niños supone el inicio de la cuenta atrás hasta la Navidad.
La escena anterior ya ha sucedido. Se repite. Es cíclica. Como la Navidad. Como tantas cosas de la vida. Como ese niño el día de Reyes empachado de tanto regalo y papel de envolver que, a partir del cuarto juguete, ha dejado de disfrutar y, en modo piloto automático, abre compulsivamente unos presentes que quedarán olvidados en algún rincón de su cuarto. Perdón. Ya no caben. En algún rincón de su casa.
Quizás por contraste me vienen a la cabeza mis queridos Zipi y Zape. ¡Pobres! ¡Qué esfuerzos para conseguir aquella ‘bicicleta a vales’! Sin duda eran otros tiempos. Hoy, en tan sólo una Navidad, tendrían sus bicicletas, además de sendos móviles, una videoconsola último modelo, algunos juegos y varios juguetes.
Ya nos lo advirtió el señor Wilde: «Con las mejores intenciones se obtienen, la mayoría de las veces, los peores efectos». Bien por sentimiento de culpabilidad por esa falta de tiempo, por querer darle lo mejor o lo que nunca tuvimos, por exceso de dinero o por pura inercia navideña, involuntariamente, con nuestros mejores deseos, corremos el riesgo de generar un exceso, un desequilibrio, que se traduce en ingratitud y en esa ceguera que nada tiene que ver con lo visual y cuyo principal síntoma es la incapacidad para valorar y cuidar lo que se tiene.
A la hora de buscar soluciones, la sabiduría de nuestros padres y abuelos nos ofrece un gran servicio si, cual símil gastronómico, prestamos atención a aquellas dos frases que nos decían al sentarnos en la mesa.
«Hay que comer de todo». Así es. Podemos hacer todo tipo de regalos. Por supuesto tienen que estar algunos de los que ellos desean, al igual que de vez en cuando nos damos un capricho culinario. Pero también debemos comer fruta, verdura o cereales. En este caso, traducido a lo que aquí nos concierne, también regalar cosas útiles y necesarias como ropa, libros o momentos felices en familia.
«Come despacio y disfruta la comida». Cocinar una delicatessen digna de Arzak y comérsela en tres minutos no te permite saborear y valorar ese plato como se merece. Algo similar pasa con los regalos. La saturación provocada por el exceso hace que se cansen de ellos en seguida, que no los saboreen como es debido y que ese juguete caiga en ‘peligro de olvido’.
Como en la mesa, la clave no debería estar en la cantidad, sino en el equilibrio. Como decía San Agustín, «pobre no es quien tiene menos sino quien necesita más para ser feliz». Nuestros hijos nos demandan iPhones de última generación, iPads y esas zapatillas tan de moda. ¿Realmente necesitan eso para ser felices o les estaremos haciendo pobres?
Qué bonito sería enseñar a nuestros hijos que tan importante es recibir regalos como hacerlos. No es necesario que compren nada (o sí, si pueden y quieren). Una carta, una manualidad, un detalle, un abrazo e, incluso, donar esos juguetes en buen estado que ya no usan a otros niños que puedan necesitarlos. De esta forma aprenderían a valorar y cuidar lo que tienen, a sentirse afortunados por quiénes son y dónde están, a empatizar y a ayudar a los demás.
Regalos. En fin. No pensemos que todo queda aquí. El tema de los regalos es tan sólo la punta del iceberg. El verdadero problema se encuentra en la base de todo esto. Hagámonos una sencilla pregunta. ¿Qué es la Navidad? Hemos llegado a un punto en el que la gran mayoría asociamos estas fechas a cenas, regalos, ropa, vacaciones o decoración. Nos estamos olvidando de que lo realmente importante y bonito de la Navidad está en aquellos intangibles que no se pueden pagar con tarjeta de crédito: el amor, la ilusión, la bondad o el disfrutar de un tiempo precioso y valioso con los tuyos. Y es que la Navidad no se compra, se vive.
Publicado en La Opinión de Murcia.