Los úteros artificiales y el fin del aborto

El tema del aborto ha sido siempre un asunto controvertido. Sin embargo, puede que estemos cerca de resolver el conflicto moral que representa acabar con la vida de un feto humano en gestación (empecemos por erradicar el eufemismo “interrupción del embarazo”, puesto que interrumpir algo implica que se puede reanudar), gracias a que recientemente un grupo de investigadores del Hospital Infantil de Filadelfia han culminado el desarrollo de un útero artificial, que ya ha sido probado con éxito en otras especies de mamíferos.

Por centrar la cuestión: la dificultad para establecer el comienzo de la existencia de un ser humano de pleno derecho se debe al problema del esencialismo. Admitamos que un cigoto y un feto de, por ejemplo, seis meses son muy diferentes. Pero cuando una transformación ocurre de manera lenta y continua, sin saltos cualitativos, es imposible delimitar en qué momento se adquiere una determinada propiedad. Esto sucede, por ejemplo, en el proceso evolutivo. Las especies actuales evolucionaron a partir de otras anteriores y, sin embargo, nunca ha sucedido que un animal naciera de otro perteneciente a una especie distinta. Entonces, ¿en qué momento exacto dejó de existir una especie para pasar a ser otra diferente? No es posible determinarlo. Tampoco podemos fijar cuándo termina la infancia y comienza la adolescencia, ni podemos delimitar las distintas etapas del desarrollo embrionario para establecer en qué momento surge la condición de una vida humana (si no es en el mismo momento de la concepción), susceptible de ser protegida legalmente, incluso, frente a la propia madre gestante.

El principio de prudencia sugiere que, ante la duda, lo más ético es no interrumpir un proceso que va a dar lugar a un ser humano con todos los derechos legales que eso conlleva, y que, en el debate suscitado, la carga de prueba debería ser aportada por los que se muestran partidarios de impedir que ese proceso continúe por sus cauces naturales.

Son los favorables al aborto, por lo tanto, los que deberían establecer sin ambigüedades en qué momento exacto, a partir de la concepción, se adquiere la dignidad humana merecedora de la protección del estado, y en base a qué hecho biológico, y a qué principio filosófico y legal, proponen ese instante y no otro.

Lo escandaloso en el tema del aborto es que la ideología y las cuestiones ajenas al debate bioético han impedido la reflexión objetiva y sosegada en un tema de tanta importancia como es la determinación del comienzo de la vida humana, y la cualidad que convierte a un ser humano en gestación en un sujeto con derechos. Una prueba de cómo se ha contaminado y tergiversado el debate, se halla en que para justificar el aborto se suele aducir los casos extremos de la violación o la gravísima malformación del feto, para, una vez lograda su aprobación, convertirse en un inmenso y siniestro negocio mundial (el cuarto más lucrativo, después del tráfico de armas, de drogas y la prostitución) basado en la aberración de convertir el aborto en un sustituto de los métodos anticonceptivos. Y una constatación de que en este tema se ha legislado arbitrariamente es que se puede eliminar un feto de tres meses en el útero de su madre, pero no se puede manipular, ni destruir, un embrión de más de 14 días conservado en un laboratorio, ni siquiera para investigar y curar enfermedades. Parece que un embrión de dos semanas es algo más que un simple puñado de células, y las legislaciones de todos los países desarrollados consideran que merece algún tipo de protección para evitar que se manipule o destruya como si fuera un mero quiste, pero solo si se encuentra fuera del útero.

La cuestión de fondo radica en que el debate ético sobre el comienzo de la vida humana se ha contaminado con el del feminismo. Y esto es así porque la biología no es justa: solo las mujeres, y no los hombres, tienen el privilegio de concebir y dar a luz a un hijo, si lo desean, pero también pueden quedarse embarazadas sin quererlo, con los inconvenientes que eso implica. Para muchas personas, por lo tanto, la conclusión estaba ya establecida antes de que empezara, siquiera, el análisis sosegado de la cuestión: el aborto ha de ser un “derecho reproductivo”, o las mujeres no estarán en igualdad con los hombres (aunque plantearse la paridad en esto es absurdo, desde el momento en que los hombres biológicos no pueden gestar un hijo). Así pues, la decisión de continuar un embarazo ha de ser una prerrogativa exclusiva de la mujer, en la que ni la pareja masculina (que, sin embargo, en el caso de que la mujer decida tener el niño, sí que contrae una serie de obligaciones legales) ni el estado tienen nada que decir. Y siendo esta la verdadera cuestión de fondo, si algún día los bebés humanos son gestados, tristemente, en úteros artificiales, veremos como el más elemental sentido común otorgará a estos humanos en desarrollo, al menos, la misma protección que hoy brinda a los huevos de las aves y los reptiles, cuya destrucción puede suponer multas de hasta 200.000 €, sin que sirva como eximente que aún no habían nacido. Así, la ley 42/2007 de patrimonio natural y biodiversidad establece literalmente: “Queda prohibido dar muerte, dañar, molestar o inquietar intencionadamente a los animales silvestres, sea cual fuere el método empleado o la fase de su ciclo biológico. Esta prohibición incluye su retención y captura en vivo, la destrucción, daño, recolección y retención de sus nidos, de sus crías o de sus huevos, estos últimos aun estando vacíos”. De ello se desprende que está prohibido provocar el aborto de una hembra de lince preñada, destruir un nido de golondrina o pisotear la puesta de una tortuga. Sin embargo, el feto humano no goza de protección legal frente a la madre que lo está gestando.

Parece evidente que la clave, pues, no radica (como así debería ser) en si un feto tiene una dignidad inalienable por lo que es (por su esencia humana), sino en función de dónde se encuentra. Si está en el cuerpo de una mujer no tiene derechos; pero si se está desarrollando en un útero artificial no creo que ninguna legislación le prive de la protección que merece frente al capricho de que sus padres se arrepientan y decidan desenchufar la máquina y tirarlo a la basura. ¿O sí?

Alfonso González

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