La vida está llena de paradojas. Contradicciones a gusto del consumidor que reflejan la cantidad de sinsentidos que nos rodean. Por ejemplo, el que en plena era de la información parezcamos más desinformados que nunca. O el que, a pesar de tanta nueva tecnología que nos facilita conectar con los demás, estamos tan desconectados de los nuestros.
Puestos a elegir, mi temática favorita son las paradojas de la educación. Por deformación profesional o bien por esto de ser nuevo en el club de la paternidad, la cuestión es que de la misma forma que imagino que un dentista se fija en los dientes de los demás, o que un arquitecto piensa cómo habría aprovechado los espacios de los demás, reconozco que me fijo demasiado en la educación de los demás.
Supongo que por eso, cuando veo adolescentes responsables, buenos y educados me invade un sentimiento agradable, como de alegría, y en seguida pienso, “espero que mi hijo Javier vaya a ser así”. Sin embargo, súbitamente, esa bonita sensación se transforma en un sabor agridulce al pensar que es una pena sorprenderse por lo que en sí ya tendría que ser.
Hoy en día, como si de linces ibéricos u osos pandas se tratara, encontrar esos adolescentes que te piden las cosas por favor, te ceden el sitio, te dejan pasar primero, se preocupan por los demás o asumen sus propias responsabilidades (y consecuencias), esos, en definitiva, en peligro de extinción, parece haberse convertido en la excepción y no en esa norma que debería imperar.
El pasado fin de semana, en una comida con amigos, se juntó esa deformación profesional con el Mar de Frades y con mi convicción de que es tan o más importante elogiar lo que nos gusta como criticar lo que no. En un breve kit kat entre plato y plato, felicité a mi vecino Ángel por los hijos que tiene: “¡Qué bien educados, qué responsables y qué buenas personas parecen tus hijos, Ángel”. Y él, con una sonrisa me respondió: “¡Nuestro trabajo nos ha llevado!”. Además de decirme lo orgulloso que estaba de ellos, me explicó que había sido fruto de tiempo (mucho tiempo), dedicación (mucha dedicación) y diálogo (mucho diálogo). “Cuesta y mucho, pero hay que acompañarles y enseñarles a ser fuertes y superar sus propios obstáculos para ser felices”.
¿Cómo es posible que hoy en día con todo lo que les damos quieran más? ¿Cómo es posible que hoy con tanto apoyo necesiten más? ¿Cómo es posible que con las mejores intenciones obtengamos muchas veces los peores resultados? Pues eso, paradojas de la educación.
Por supuesto que podemos tratar de responder a esas cuestiones jugándonos la baza de las nuevas tecnologías, o la de los diferentes estilos parentales, los nuevos modelos de familia, o con esa de la falta de tiempo generalizada que parece conquistar nuestras vidas. Pero la cosa es más simple. Tiene que ver con eso de “superar sus propios obstáculos”, como dijo Ángel.
Imagínense un niño que al caer al suelo en lugar de intentar levantarse espera llorando esa mano siempre atenta y protectora que sabe que le levantará. Ese cuadro nos lo dibuja Eva Millet en su libro Hiperpaternidad advirtiéndonos de que la sobreprotección no conduce a la felicidad, sino a una generación de niños blandos de carácter y débiles de personalidad.
Y si no lo tenemos claro, intentemos resolver la siguiente operación: “padres que llevan las mochilas de sus hijos” + “padres que estudian matemáticas o biología para explicarlo a sus hijos” + “padres con grupos de whatsapp por si los niños se dejan los apuntes o la agenda” + “padres que regalan de todo a final de curso por nada” = ¿Resultado? Si han sumado bien, niños dependientes, hiperprotegidos e incapaces de resolver sus propios problemas. En definitiva, niños infelices (aunque aún no lo sepan).
Si queremos frenar esta tendencia al “blandismo” es necesario resetear. Los niños, por supuesto. Nosotros, sobre todo. Relajarnos y partir de la base de que educar es muy difícil y duro, alquimia pura. Una carrera de fondo con obstáculos donde jamás seremos perfectos. Y una vez entendido esto, saber que, aunque nos cueste, no debemos ni podemos vencer todas las batallas de nuestros hijos. Sí prepararles bien para que puedan librarlas por sí mismos. Siempre estando ahí con amor (mucho), comprensión (mucha) y paciencia (mucha más), pero sabiendo que por regla general es mejor guiarles que llevarles de un lado para otro a coscaletas.
Como seguro nos pasó a nosotros, los niños tienen que aburrirse para aprender a dejar de hacerlo o, aunque más nos duela a nosotros, estar alguna vez tristes para aprender a dejar de hacerlo. Resiliencia pura y dura. Esa capacidad de afrontar las dificultades, salir fortalecidos y aprender de ellas. De esta forma, “restaremos sumandos” a aquella operación matemática que conducía al blandismo. Les haremos más fuertes y capaces. Más buenos y humanos. Y ya de paso, como valor añadido, les ahorraremos algunas de esas paradojas o contradicciones de la educación que, pobrecitos míos, bastantes sinsentidos tendrán tiempo de saborear en sus vidas.
Publicado en La Opinión de Murcia.