Hay quien prefiere dormir en el mismo lado de la cama. Quien busca ir siempre por la misma ruta al trabajo. O quien empieza el periódico por su sección favorita. Como ya nos advertía Dickens, “somos animales de costumbres”. No importa el lugar, la ideología o la edad. Tampoco si él, ella, elle o ello. Y menos aún si somos binarios, ternarios, cavernícolas o marcianos. Animales. Unos más que otros. Pero todos con nuestras costumbres. Lo que para unos son buenos hábitos para otros son grandes manías, pero casi todos con la misma mala costumbre de acostumbrarnos fácilmente a lo bueno.
No cabe duda que con todo esto de la pandemia, lo de la salud mental se ha vuelto trending topic. Algunos eruditos en materia del coco ya se han pronunciado diciendo que esto de tener costumbres resulta tan recomendable como saludable para el equilibrio de nuestra psique. Más aún en tiempos de crisis. Nos aportan seguridad, sensación de control y eliminan de un plumazo toda esa carga de incertidumbre que tan mal parece sentarnos. Por eso, fiel a esta premisa, empecé a llenar mi vida de nuevos propósitos que convertir en buenas costumbres. Hacer deporte, comer sano, leer más, disfrutar de mi familia, organizarme mejor y viajar. Pero viajar, viajar. Viajar de coger un avión y al llegar no saber si te dicen hola o se acuerdan de tus ancestros cuando te hablan. Cuanto más lejos, mejor. Más se abre la mente, más se rompen los esquemas y mayor es la catarsis.
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