Síndrome de Estocolmo

Hay quien prefiere dormir en el mismo lado de la cama. Quien busca ir siempre por la misma ruta al trabajo. O quien empieza el periódico por su sección favorita. Como ya nos advertía Dickens, “somos animales de costumbres”. No importa el lugar, la ideología o la edad. Tampoco si él, ella, elle o ello. Y menos aún si somos binarios, ternarios, cavernícolas o marcianos. Animales. Unos más que otros. Pero todos con nuestras costumbres. Lo que para unos son buenos hábitos para otros son grandes manías, pero casi todos con la misma mala costumbre de acostumbrarnos fácilmente a lo bueno.

No cabe duda que con todo esto de la pandemia, lo de la salud mental se ha vuelto trending topic. Algunos eruditos en materia del coco ya se han pronunciado diciendo que esto de tener costumbres resulta tan recomendable como saludable para el equilibrio de nuestra psique. Más aún en tiempos de crisis. Nos aportan seguridad, sensación de control y eliminan de un plumazo toda esa carga de incertidumbre que tan mal parece sentarnos. Por eso, fiel a esta premisa, empecé a llenar mi vida de nuevos propósitos que convertir en buenas costumbres. Hacer deporte, comer sano, leer más, disfrutar de mi familia, organizarme mejor y viajar. Pero viajar, viajar. Viajar de coger un avión y al llegar no saber si te dicen hola o se acuerdan de tus ancestros cuando te hablan. Cuanto más lejos, mejor. Más se abre la mente, más se rompen los esquemas y mayor es la catarsis.

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La profecía autocumplida

Quejarse es algo muy humano, muy nuestro. Un vicio difícil de tratar convertido en deporte nacional. Según algunos estudios, útil a la hora de liberar estrés, aligerar preocupaciones y conectar con quienes comparten nuestros mismos sinsabores, pero a la vez, como todo lo que invita a pecar, muy perjudicial para nuestra salud. Política, el tiempo, aquel que siempre llega tarde, la comida sin fuste de ese restaurante, este artículo de opinión, el vecino que no paga las cuotas de la comunidad o incluso, paradojas de la vida, ése que tanto se queja. Cualquier tema en la boca adecuada, aderezado con una pizca de ingenio y algo de mala leche, puede convertirse en una buena queja en potencia.

Entre las más recurrentes, sobre todo cuando vemos alejarse nuestra juventud por el retrovisor, están las críticas a los adolescentes. Blanco fácil. No es nada nuevo que generación tras generación, como discos rayados, caigamos en los mismos tópicos de siempre: que si los adolescentes de hoy en día no tienen educación, que cada vez van a peor, que no respetan ni a los adultos o que, sin duda, nosotros no éramos así.

“Los jóvenes de hoy no tienen control y están siempre de mal humor. Han perdido el respeto por los mayores, no saben lo que es la educación y carecen de toda moral”. Estas palabras que bien podríamos suscribir hoy en día no son nuestras. Tampoco de nuestros padres. Ni siquiera de nuestros abuelos. Aristóteles ya se quejaba de esto hace 2000 años. Y seguro que  sus padres también lo hacían: “Aristóteles, hoy estás insoportable. No hay quien te aguante”.

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El único exceso saludable

Retos virales sobre desaparecer sin dejar rastro 48 horas, cócteles molotov caseros en la mochila, autolisis en los aseos escolares y wifidependencia las 24 horas del día. Definitivamente, una de las grandes afectadas de esta pandemia está siendo nuestra salud mental. Adolescentes cada vez más nomofóbicos y con la autoestima entre algodones nos demuestran que esto de lo mental no es solo cuestión de adultos. Nadie está a salvo. El número de casos de entre 12 y 18 años que acuden a consulta con indicadores de depresión o ansiedad se ha triplicado en comparación con aquellos maravillosos y lejanos días preCovid.

Con tanta incertidumbre y estrés, entre mascarillas y pasaportes Covid, es normal que en algún momento hayan salido trastabillados. Muchos expertos han hablado de cómo ayudarles a recuperar el equilibrio y, ya de paso, el control de sus vidas. En definitiva, de cómo encontrar esa felicidad perdida: nuevos hábitos y rutinas, deporte y vida sana, comunicación y confianza, centrarse en el presente y aderezarlo todo con un poco de mindfulness. Hay soluciones de todos los tipos y tamaños.

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Educación edulcorada

“¡Qué horror! ¡Salvemos a los niños!”

Parece que hemos perdido el norte. Al menos en materia de educación. Malgastamos tiempo, recursos y energía en debates e ideas absurdas que a pocos, pocas y poques interesan o ayudan como esa matria o esas portavozas que duelen sólo con leerlas. Mientras tanto, seguimos sin encontrar esa tecla que nos permita matar dos pájaros de un tiro: reducir el fracaso escolar y preparar a nuestros hijos para eso que titulamos “vida adulta”. Curso tras curso el resultado parece ser el mismo. Ahora al menos tenemos excusa. Será por el coronavirus, por el exceso de deberes o por las clases online, pero no terminamos de arrancar. Más bien lo contrario.

Por falta de iniciativas no será. Dos cursos llevamos intentando motivar a nuestros alumnos con eso de promocionar sin aprobar. Bastante han tenido los pobres con las mascarillas y la semipresencialidad. Repetir curso tenía que ser la excepción. Si acaso en verano, entre siesta y remojo, aquellos con varios suspensos ya recuperarían esas materias que se les resistieron durante el curso. Para eso están los planes de trabajo individualizados. Y aunque la teoría promete, nos olvidamos que verano y estudiar son difícilmente compatibles. Debe ser que no hacer nada durante el curso cansa y, ya se sabe, el verano está para desconectar. No vayamos a empezar septiembre estresados.

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¡Más difícil todavía!

“¿Cómo leer un boletín de notas?” ¡Eso! ¡Cómo! Habrá que hacer un curso…

De los creadores de “no diga que no a sus hijos para que no se frustren” o “no les pongan deberes escolares y tareas en casa para no estresarles”, este 2021 llega a nuestros hogares una nueva máxima para complicar más si cabe esto de la paternidad. Ahora resulta que preguntarles cómo se han portado o qué notas han sacado es contraproducente para su equilibrio emocional. ¿El motivo? Por lo visto, este tipo de cuestiones hacen que nos centramos sólo en el comportamiento y en el rendimiento académico, olvidándonos de ellos como personas. ¡Como si olvidarnos de nuestros pequeños terremotos fuera posible!

El quid de la cuestión está en que parece que nunca lo haremos bien. Al menos bien del todo. Está claro que la perfección no existe y, visto lo visto, en materia de educación, menos aún. Cuanto antes lo aprendamos, menos disgustos nos llevaremos. Ya no nos basta con luchar contra los elementos en forma de Coronavirus, clases en casa e Instagrams, Fornites y youtubers. Algunos gurús de la pedagogía, al parecer expertos en fomentar la mediocridad y la hiperdependencia, pretenden marcar tendencia echando más leña al fuego. Complicando lo que ya de por sí es complicado.

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