Los países más poderosos siempre han ejercido una influencia notable. Durante los últimos tiempos hemos sufrido una invasión cultural de los Estados Unidos de América en dos fiestas que hemos asumido sin filtros: Halloween y las graduaciones.
El virus nos ha librado este año de la primera. La segunda amenaza con repetirse a final de curso, haya o no vacuna. Las graduaciones tienen su origen en las Universidades del noreste de Estados Unidos: Harvard, Yale, Princeton… como un acto en el cual los jóvenes que acaban su estancia universitaria se mostraban ante la élite social con sus nuevas responsabilidades.
De esta loable intención hemos llegado a que aquí en España se gradúen hasta los niños de Infantil. Y eso en un acto que se prepara durante meses y en el que de manera totalmente contraria al sentido común se les hace sentir como los reyes de la creación. Luego, otra vez, al acabar Primaria, donde también se emplea un tiempo desmesurado en prepararla y, por supuesto, da igual que un niño sepa leer y escribir correctamente o tenga algo de cultura general o entienda un problema de matemáticas. Eso ya lo sufrirán los profesores de Secundaria. No, aquí lo importante es que el niño se sienta realizado. Y por último, al acabar la ESO, donde da igual que un alumno apruebe brillantemente o suspenda algunas asignaturas o, directamente, abandone; de lo que se trata es de que la música de pompa y circunstancia lo despedida de su exitosa etapa escolar, como si hubiese terminado el master en Law and Economy en Harvard y estuvieran pegándose las diez mejores empresas del Ibex para contratarlo.
Eso sí, cuando llegamos a la graduación de Bachillerato, que quizá tendría algo de sentido, ahí es donde menos tiempo se pierde: hay que preparar la EBAU.
Nuestro sistema educativo se ha convertido en un circo. Al profesor se le valora más como animador sociocultural que como transmisor de conocimientos, que es para lo que era el sistema educativo cuando funcionaba como ascensor social y no como correa de transmisión de ideologías, como parece pretender la ley Celaá.
Y los grandes culpables de la degradación de nuestro sistema educativo son los políticos de un signo y de otro. La pasividad de la derecha y el sectarismo de la izquierda han contribuido a convertir la educación en lo que es.
La degradación de la enseñanza en España empieza a toma carta de naturaleza con la ideología socialista que empapa la Logse (1990). El PP intenta reaccionar con la Lomce, que sonaba bien en algunos aspectos pero que supone una reacción cuando ya llevábamos más de veinte años de socialismo en las aulas. Estos días el PP se preocupa por los fondos de la concertada pero no parece que le preocupe el nivel académico de los alumnos españoles o que todos sean capaces de leer y escribir con corrección en la lengua común.
Ahondar, como hace la ley Celaá, en un modelo fracasado que empezó en la Logse y que ha llevado a España a los niveles de Moldavia en los rankings internacionales, no es sólo un problema de incompetencia. Sin el consenso que la izquierda reclama cuando está en la oposición, se trata de una nueva vuelta de tuerca en la imposición de la ideología socialista concretada hoy en las leyes de género o en el disparate mayúsculo de unificar los centros de educación especial y los centros de primaria y secundaria contra la opinión de las familias y de los profesores.
Sigamos mientras dure escuchando la preciosa música de pompa y circunstancia.
Disminuyamos el fracaso escolar haciendo que pasen de curso con suspensos: todo un logro planetario. Extendamos las fastuosas fiestas de graduación al final de cada curso, que no pase mucho tiempo sin que los alumnos sientan que merecen ser el centro de la atención.
En fin, ese es el enfoque pedagógico e ideológico que estructura nuestro sistema educativo. Permítanme acabar irónicamente (o no, que diría el gallego aquel) y afirmar que, según dicen los artífices de la Ley Celáa, son medidas muy valoradas en Harvard y por los del Ibex.
Publicado en “La Verdad de Murcia” (20/11/2020)