A Ciudadanos no les van bien las cosas: su pueril persistencia en no tocar a Vox ni de lejos con un palo, la desbandada de algunos de sus fundadores porque la dirección del partido no es capaz de gestionar la disensión interna, la campaña mediática que les han montado tras su presencia en los fastos homosexuales madrileños, el patito feo que ha resultado ser el cisne blanco que se trajeron de Francia como fichaje estrella y que acabó aplaudiendo en pie la entrega del bastón municipal a Ada Colau, en nombre de un supuesto mal menor…
No, lo les va bien. El partido que se postulaba como la primera fuerza política de la oposición y que había hecho de la ambigüedad su principal virtud es hoy objeto de burlas. En tono jocoso lo llaman Citoyens, y hay chistes que hablan de que en las reuniones de su cúpula el idioma que se escucha es el francés. Miran de reojo a Macron por si no le gusta alguna de sus actitudes y les riñe, y siguen lamiéndose las heridas provocadas por el tiro por la culata de Manuel Valls. A Ciudadanos siempre le gustó, como decía Javier Krahe, el chic de lo francés, y en su cansina vocación europeísta (su logo llegó a incluir la bandera de la UE en la parte inferior de un corazón) han tendido siempre a identificar a Europa con Francia, país que sigue despertando una sugestiva fascinación entre los españoles de izquierdas (por sus ideales republicanos) y de derechas (por su férreo centralismo).Y yo, francamente, no entiendo ese deslumbramiento. A mis
alumnos les suelo decir, medio en broma, medio en serio, que nada bueno ha venido a España desde Francia. Desde la entronización de la dinastía Borbón en nuestro país en el año 1700 hasta nuestros días, la política exterior española ha sido la política interior francesa. Los Pactos de Familia firmados a lo largo del siglo XVIII por ambos países nos implicaron en lejanas guerras centroeuropeas como la Guerra de Sucesión Austriaca (1740-1748) o la Guerra de los Siete Años (1756-1763) que poco importaban a España pero que afectaban mucho a los intereses franceses. Aunque los Borbones de París fueron pasados por la guillotina, España no se libró del tutelaje francés, ya que el Tratado de San Ildefonso (1796) nos dejaba atados y subordinados a la República: sus consecuencias fueron la destrucción de la escuadra española en Trafalgar (1805) y la invasión y ocupación francesa (1808-1814). La relativa paz que vivió Europa durante el resto del siglo XIX gracias a la habilidad diplomática del canciller alemán Otto von Bismarck trajo consigo, paradójicamente, la formación de dos bloques antagónicos que acabarían enfrentándose en la Primera Guerra Mundial. España, en otro alarde de torpeza diplomática, estrechó lazos con sus dos enemigos seculares, y se alineó políticamente con Gran Bretaña y Francia. La primera nos endosó una reina consorte, y la segunda una sangrienta guerra colonial en los territorios rifeños que fueron ofrecidos a España en el reparto de África porque Francia no tenía intención de pacificar unas tierras estériles pobladas por indomables tribus nativas. La Guerra Civil sustituyó brevemente la tutela francesa por la soviética y la alemana, y tras la contienda mundial y el aislamiento de la posguerra España volvió a mirar con buenos ojos a Francia, la Francia de la Quinta República de De Gaulle, porque representaba a un régimen fuerte que hacía valer sus propios intereses sobre el dictado que los Estados Unidos ejercían sobre el resto de Europa. Los lazos entre ambos países fueron estrechos, pero tras la dimisión de De Gaulle en 1968, Francia nos correspondió convirtiéndose en refugio y base de operaciones de la banda terrorista ETA hasta los años ochenta. Aznar realizó el primer intento serio en tres siglos de construir una política española al margen de la francesa, pero la victoria de Zapatero, con su promesa de llevarnos de nuevo “al corazón de Europa”, frustró el proyecto, y nos llevó de nuevo al redil en el que somos mansas ovejas obedientes a los mayorales de Berlín y París.
Publicado en La Opinión de Murcia (19/7/2019)