El nuevo adanismo

Greta Thunberg

El día 23 de junio se publicó en el diario El Mundo una carta de una chica de 13 años sobre nuestro sistema educativo. Lo increíble no es el fondo, que también lo es, sino que se le dé tanta importancia a las opiniones de una alumna que por edad debe estar en 2º ESO, como para publicarla en un medio que se tiene por serio. Hay algunas frases memorables: “nos duele que a los menores no nos toman en serio” y “Que solo por haber existido en este mundo menos tiempo que los adultos, tomen todas nuestras ideas como equivocadas”, y luego concluye con la mamarrachada habitual que los profesores estamos hartos de oír “Es vergonzoso pensar que vivimos en una sociedad en la que para “aprender” debemos estar seis horas diarias sentados, escuchando a un profesor o una profesora leer teoría de un libro para que los alumnos se lo memoricen y luego lo vomiten todo en un examen”.

Si aceptamos como buenos estos argumentos, hay que concluir que sobran todas las facultades de Pedagogía, que hay que cerrar todos los Centros de Profesores y Recursos y que por supuesto, hay que abrir la tumba de Piaget para enterrar ahí todos sus libros y a todos sus sucesores.

Si una niña de doce años es capaz de darnos lecciones sobre lo que tenemos que hacer en un campo tan complejo como es el educativo, eso tiene que ser pan comido: no hace falta estudiar nada o casi nada.

Pero no es una excepción: estas genialidades precoces proliferan. Otro caso similar al descrito es el de Greta Thurnberg, esa niña sueca de 16 años, activista contra el cambio climático que ha llegado a ser recibida por el Papa Francisco y ha dado discursos en las Naciones Unidas, el Foro Económico Mundial y el Parlamento Europeo, además de organizar huelgas estudiantiles todos los viernes del curso escolar con el contundente argumento de que para qué va a estudiar si cuando sea mayor no existirá el mundo.

En estos y otros mil casos similares estamos ante el uso de una figura pura y generosa en favor del espíritu del tiempo (Zeitgeist), y en contra de la disidencia.

En ese sentido, hay dos aspectos que vale la pena subrayar. Porque se transmiten subliminarmente y conviene darles visibilidad.

El primer asunto, y me parece peligroso, es la proyección sobre la sociedad de la idea de que no es necesario formarse. Cualquiera puede decir la gansada que quiera y todo merece igual respeto (bueno, no todo pero esto lo vemos más adelante). Es normal que en la barra del bar o, como se decía en la era pre-Girauta, en una tertulia de café surja la solución a la crisis de Occidente, el problema migratorio, la educación, el equilibrio entre igualdad y la diferencia y, lo que es más importante, la selección ideal de fútbol. Es lo que hay: somos así. Lo que es llamativo es que a esas ocurrencias se les concedan titulares, predicamento y audiencia en la esfera internacional. A ese paso, que Girauta quiera quitar importancia a una tertulia de café es una empresa condenada al fracaso: no todo va a ser malo. En definitiva, las ocurrencias son ocurrencias y cada uno tiene las suyas y ahí queda la cosa. Pero si se aúpan las ocurrencias a la categoría de genialidad, se transmite la peligrosa idea de que el que vale, vale (y sin necesidad de esfuerzo: ha sido bendecido por los dioses y fin de la historia) y el que no, de nada le vale estudiar, esforzarse, formarse.

Para no caer en la frivolidad que criticamos, hay que reconocer (como insinuaba más arriba) que no cualquier ocurrencia acaba en titular. Observen que, curiosamente, los precoces que son encumbrados son aquellos que “han aprendido bien la lección” políticamente correcta. Por remitirme sólo a los ejemplos citados: una de las estudiantes encumbradas dice sobre educación lo que ha oído, repite el estribillo progre; la otra, repite el mantra progre sobre ecologismo, medio ambiente,…

No estoy juzgando aquí ni el ecologismo ni el pedagogismo: sólo señalo que los genios precoces no hacen otra cosa que repetir los valores que el sistema les ha inoculado.

Como esta transmisión inconsciente y reconocimiento alborozado se hace con el entusiasmo de quien hubiese descubierto la piedra filosofal, el resultado es el que hemos dicho: las opiniones de un catedrático experto y las de un niño son recibidas como si tuviesen el mismo valor, como si no hubiese que superarse, progresar, mejorar para obtener un resultado valioso sino que se tratase de tener la suerte de ser un genio o que nos toque la lotería (quizá por eso la ludopatía está empezando a ser un problema: es lo que tienen ciertas mentalidades, que tienen consecuencias).

Acabo recordando lo que es obvio para quienes hemos estudiado: la civilización occidental se ha edificado sobre cimientos distintos, sobre una construcción progresiva desde la época de la Antigua Grecia, pasando por Roma, el cristianismo y la Ilustración. Los niños van a la escuela para adquirir parte de nuestro bagaje cultural, para aprender los conocimientos y experimentar los valores que nos definen. Después ya podrán innovar, progresar, ir más allá de lo que han recibido. Pero conociendo el punto de partida, para no inventar la rueda ni las tablas de multiplicar.

Publicado en La Opinión de Murcia.

Andrés Nieto

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