Sacudiendo la alfombra

Las izquierdas españolas tienen unas peculiaridades que las diferencian de las izquierdas europeas. Desde el monárquico, liberal, autonomista, atlantista y europeísta (vaya, igual que el PP) PSOE hasta su aséptica marca blanca zen que es Sumar, pasando por los cuatro internos del freonopático en que se ha convertido Podemos y el resto de grupúsculos sin presencia institucional, todos ofrecen las siguientes singularidades frente a sus homólogos europeos que a continuación comentaremos.

Mientras que cada facción se considera la izquierda “pura” (la izquierda fundamentalista, en la taxonomía de Gustavo Bueno), les encanta adjetivar a la derecha, que invariablemente y en bloque es clasista, explotadora, machista, clerical, retrógrada, xenófoba y racista. En segundo lugar, las izquierdas españolas viven instaladas en unos mitos y referentes históricos de los que, como mucho, son herederos legales: el PSOE liberal refundado en Suresnes y reconstruido con el dinero la Fundación Friedrich Ebert sólo tiene en común con el PSOE anterior las siglas, y en cuanto al histórico Partido Comunista, vive diluido desde hace décadas en federaciones y coaliciones de partidos cainitas. Esas genealogías constituyen mitos y referentes que las izquierdas consideran que les  proporcionan una pátina de prestigio de la que carecen las derechas actuales, que por nada del mundo quieren mirar a nada anterior a la UCD o la AP de 1977. De ahí que, en tercer lugar, las izquierdas españolas experimenten la nostalgia de una época no vivida. A diferencia de las derechas, nuestras izquierdas añoran la Segunda República, o más concretamente las legislaturas en las que las izquierdas gobernaron, y reivindican un periodo convulso y violento al que recuerdan poco menos que como la Edad de Oro descrita por Hesíodo y recreada por don Quijote en el famoso discurso del capítulo XI de la primera parte. La cuarta peculiaridad de nuestras izquierdas es su asombrosa capacidad de esconder debajo de la alfombra las miserias de ese pasado arcádico de los años 1931-1933 / 1936-1939. 

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Deconstruyendo a Cleopatra

Las antiguas guerras de audiencias en las que se veían enfrascados los canales de televisión clásicos son cosa del pasado dado su papel casi testimonial en el ocio de los hogares. Las plataformas modernas libran sus propias batallas por atraer suscriptores, y la polémica es su mejor arma. No hay imán tan potente para sus producciones como una buena controversia los días previos a su estreno, y por eso Netflix se frota las manos con la polvareda que está levantando, a unos días de su lanzamiento, su anunciada “docuserie” sobre Cleopatra. Fiel a su agenda, la empresa ha colocado a una actriz negra, la británica Adele James, para encarnar a la última faraona. La fidelidad histórica que se supone que busca el producto (algo que ni se plantea, por ejemplo, Los Bridgerton, con sus aristócratas decimonónicos mulatos) se va al traste con la elección de la protagonista. Como todos sabemos, Cleopatra VII pertenecía a la dinastía ptolemaica, descendiente de Ptolomeo, el general macedonio que se quedó con la porción egipcia del efímero imperio de Alejandro Magno. Ni una gota de sangre egipcia, y mucho menos negra, circuló por sus venas, y las representaciones que han llegado a nuestros días (el relieve del templo de Hathor en Dendera, infinidad de dracmas o bustos romanos…) nos la muestran como lo que era: una mujer blanca. La endogamia practicada por los Ptolomeos (reinantes en Egipto entre el 323 y el 30 a.C.) preservó su genotipo europeo, y de ningún modo se justifica históricamente esta Cleopatra negra.

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Nunca es suficiente

Militar en cualquier ideología es complicado y, sobre todo, incómodo porque conlleva implicarse en una causa y dedicar mucho tiempo a desprestigiar a la contraria.

Militar en la izquierda lo es más aún porque no es ese galopar contradicciones del que hablaba Pablo Iglesias cuando planeaba pisar moqueta. Es un tortuoso camino carente de certezas, una ciénaga en la que hay que hacer auténticas proezas para no hundirse en el fango del sinsentido para poder salvar los muebles.

Me imagino que debe de ser complicado sostener la existencia de la brecha salarial sin negar que, si así fuese, todos los empresarios contratarían mujeres para ahorrar sueldos y, como consecuencia, las mujeres estarían en ventaja en el mercado laboral porque todo el desempleo sería masculino. O defender cuotas para altos cargos políticos o en consejos de administración, pero no en los solícitos oficios de albañil o basurero. O ignorar la privación de derechos que sufren mujeres y homosexuales en países musulmanes en nombre del relativismo cultural. O posicionarse como ecologista y tragar con el hecho de que los mayores desastres medioambientales contemporáneos (la desecación del mar de Aral, las presas de Asuán y de las Tres Gargantas o la explosión del cuarto reactor de la central nuclear de Chernóbil) han sido perpetrados por regímenes socialistas. O pasar de puntillas por el hecho de que durante la Guerra Fría no existió una sola jefe de Estado o de Gobierno en el bloque soviético mientras que en el capitalista reinaban Isabel II en varios países de la Commonwealth, Margarita II en Dinamarca o Carlota I en Luxemburgo, o gobernaban Golda Meir en Israel o Margaret Thatcher en el Reino Unido. O criticar a la industria de la moda por promover estereotipos femeninos heteropatriarcales cuando esta industria siempre ha estado controlada por mujeres y por hombres homosexuales, y no por varones heterosexuales.

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La leal oposición

La británica es una democracia de mesa camilla. El Primer Ministro vive en un sencillo adosado en el 10 de Dowing Street, la Cámara de los Comunes es un claustrofóbico parlamento en el que seiscientos cincuenta electos se apretujan en horribles bancos corridos tapizados con pegajoso skay verde y con una mesa en el centro llena de libros viejos que recuerdan a una antigua enciclopedia del Círculo de Lectores, y es tal el civismo que al segundo partido con mayor representación lo llaman oficialmente La Muy Leal Oposición a Su Majestad. Las lealtades y deslealtades políticas británicas quedan perfectamente formuladas en la frase que cómodamente podemos atribuir a Churchill (quien, si no la dijo, a buen seguro la pensó, o la pudo pensar), de que “en la política británica, el rival está en la bancada de enfrente; el enemigo, en la bancada propia”.

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Una analogía futbolística

Imaginemos un hincha de un equipo de fútbol de esos que están secularmente enfrentados con el otro de la misma ciudad (puede ser Sevilla, Buenos Aires o Milán, tanto da). Imaginemos que su club quiebra y un empresario compra el estadio para traer un nuevo equipo con distinto nombre, uniforme y plantilla. El hincha se adscribirá a él, no tanto por apego (inexistente) al club recién llegado, como por su rechazo a abrazar los colores del odiado rival.

Algo similar le ocurrió al marginal comunismo español cuando la Unión Soviética y sus satélites desaparecieron y sus espacios fueron ocupados por siniestros nacionalistas ultraconservadores: había que alinearse con los nuevos señores porque cualquier cosa era preferible a renunciar a la inquina intrínseca hacia Occidente y la OTAN. Por eso en abril de 1999, en el punto álgido de su relevancia política (con veintiún diputados en las Cortes) y también de su chifladura (apenas se diferenciaba de su caricatura en los guiñoles de Canal Plus), Julio Anguita se despachó así la intervención militar de la OTAN en Yugoslavia ante la limpieza étnica que Serbia estaba realizando sobre la población albanesa de la provincia de Kosovo: “Milosevic tiene el defecto de ser de izquierdas, y por eso hay que acabar con él”. Si a alguien le quedaban dudas de la cordura de Anguita, las aclaró con la memorable frase: Izquierda Unida perdió trece escaños en las siguientes elecciones generales, apenas dos años después. El papelón que Unidas Podemos está desempeñando estos días blanqueando a Putin, haciendo desplantes a Zelenski, igualando a agresor y agredido y negando a Ucrania armas con las que ejercer su legítima defensa, es muy similar.

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